Bob Doyle Cardeña

El Campo de concentración de San Pedro de Cardeña

Este relato que ofrecemos está sacado de las Memorias de Bob Doyle publicadas en 2002 por la AABI. Viene bien conservar la memoria de la barbarie fascista y la actitud que frente a ella mantuvieron los voluntarios internacionales, pese a la imagen distorsionada que la propaganda de Franco quiso dar de ellos, como se puede apreciar en el documental cuyo enlace aparece al final.

Prisionero en el  Campo de concentración de San Pedro de Cardeña

 Después de pasar dos días en el cuartel Palafox de Zaragoza, y una vez que se fueron los periodistas extranjeros, nos trasladaron en tren con una fuerte escolta a Burgos, sede central del gobierno rebelde de Franco. Desde allí hicimos andando los diez kilómetros que hay hasta San Pedro de Cardeña;  cuando llegamos ya era de noche. El sitio era una fortaleza inhóspita y siniestra; allí comenzó nuestra obsesión por saber si alguna vez saldríamos vivos de allí o qué podría suceder si estallaba la Segunda Guerra Mundial. Teníamos el temor de que si ésta comenzaba nos dejarían encerrados todo el tiempo que durara sin que nadie se acordara de nosotros. Escapar de allí estaba siempre en nuestra mente.

Los guardianes que nos estaban esperando, reforzados con un destacamento de la Guardia Civil con sus tricornios, estaban al mando de un sargento malévolo llamado Castaña, al que pronto le pusimos el mote de “Sticky” porque no dejaba escapar ninguna ocasión para golpear con su bastón a cualquier prisionero que pasara  delante de él. Todos nosotros debíamos de tener una pinta ruinosa y sucia, sin afeitar y no dábamos la imagen de ser un grupo organizado.

Nada más llegar nos metieron a patadas, a golpes de palo y de fusil en una habitación grande, parecida a un granero, vacía y desolada. Ocupamos el segundo piso; los que llegaron después se alojaron en el primero. Las camas eran sacos de paja y sólo nos dieron una manta para abrigarnos en aquellas noches heladoras. En cada uno de esos “colchones” dormíamos dos juntos, tendidos sobre un suelo viejo y sucio de losetas. Estábamos empaquetados como sardinas en lata.

San Pedro era un antiguo monasterio del siglo VI. Había sido el lugar de enterramiento de “El Cid”, un héroe español de las guerras contra los Moros. No había sido habitado desde los años veinte debido a su estado de decadencia. Hoy en día, la zona  entre Burgos y San Pedro de Cardeña tiene  cierto atractivo turístico. El monasterio, que fue restaurado con el trabajo de los prisioneros, acoge ahora a unos cuantos frailes amables. Nada hace recordar que, en cierta ocasión, fue un agujero infernal donde el fascismo cometió crímenes contra la humanidad.

Fue reabierto como Campo de concentración en octubre de 1937, al caer la zona republicana del Norte, para encarcelar a los vascos y asturianos que habían logrado escapar de los pelotones de ejecución. Su destino era trabajar como esclavos para reconstruir la España de Franco, “Una, Grande y Libre”, así como construir las ciento cincuenta prisiones que se necesitaron para encerrar a los más de dos millones de presos al terminar la guerra en 1939. Éstos fueron organizados en batallones de trabajo que engrosaban continuamente con más prisioneros. Muchos murieron bajo esa brutal explotación, sobre todo en “Cuelgamoros”, en las montañas del noroeste de Madrid, donde se construyó el monstruoso mausoleo de Franco. Cuelgamoros, conocido como el “Valle de los Caídos”, es ahora una atracción turística.

Sobre la puerta del monasterio de San Pedro había un relieve  representando a una figura [la imagen de Santiago] que está echando a los moros fuera de España durante las guerras con el Islam. Ironías de la historia: fue Franco el que invitó a los moros a volver a España para violar y saquear en nombre de la fe católica, con la promesa de que podrían tomarse la revancha contra el gobierno español que les había oprimido durante largo tiempo. Fue una lección que nunca olvidaron los prisioneros.

A la mañana siguiente de nuestra llegada presenciamos una sesión especial de brutalidad. Cuando los prisioneros españoles estaban reunidos en el patio que estaba detrás de nuestro pabellón para tomar el desayuno (sólo agua con migas de pan), fueron atacados a estacazos y culatazos, y se les obligó a correr en todas las direcciones, hasta que los fascistas les ordenaron formar  filas. Pero, incluso en las situaciones más amargas aparecen momentos de consuelo. Un prisionero entró en el patio con un gorrión sobre su hombro; el pajarillo echó a volar en cuanto los guardias comenzaron a golpearle con saña, para volver a posarse sobre su hombro cuando  regresó a la formación. No tenía ni idea de dónde lo había encontrado, pero pensé que tenía poderes mágicos sobre su compañero alado.

Una semana después las cosas comenzaron a cambiar. Ahora la furia de los guardias comenzó a dirigirse contra los soldados internacionales. Tocaban diana a las seis de la mañana. Los guardias se metían en los dormitorios blandiendo fusiles y bastones mientras los prisioneros trataban de esquivar los golpes escondiéndose tras las columnas o metiéndose en el primer hueco que encontraban. Sentí una gran admiración por un joven moro, desertor de las fuerzas de Franco, quien, cuando se veía acorralado, se limitaba a encogerse para recibir los golpes  que  nosotros intentábamos eludir.

Luego, cuando bajábamos los dos pisos de la escalera, nos encontrábamos a Sticky y a sus hombres apostados para apalearnos según salíamos del edificio. Cuando, al final del día, volvíamos a las habitaciones, se repetía la misma escena. Para evitar en lo posible los golpes, entrábamos formando filas muy apretadas, pero esta demostración de disciplina no les gustaba nada a los fascistas, que se cebaban especialmente con los pobres prisioneros que iban en las últimas posiciones y recibían una lluvia de palos. Cuando llegaron los días más cálidos, la vida se hizo más llevadera, aunque las palizas diarias continuaron. Los castigos individuales se realizaban en una habitación de la planta baja a la que bautizamos con el nombre de “Sala de tortura”.

Por la noche nos daban de cenar alubias y sardinas servidas desde un caldero enorme situado en el patio exterior. Allí esperábamos en formación a que nos dieran la cena, que siempre era mínima, mientras  el sargento vigilaba las raciones que se nos servían. Todos los días sobraba comida, supongo que se reservaba para los  reenganches, a pesar de que  los prisioneros se morían de hambre. Una vez que la comida había sido servida, siempre había  prisioneros que, aprovechando un momento en que el sargento no miraba, se abalanzaban sobre el caldero. Siempre acababan apaleados. Ese era el grado de desmoralización  al que nos sometían.

Teníamos que comer de pie, formando una sola fila. Un día bochornoso de principios de julio, creyendo que Sticky no me podía ver porque estaba detrás de una gran piedra que sobresalía de un antiguo muro, decidí sentarme. Otros tres que estaban a mi lado siguieron mi ejemplo, pero el sargento nos pilló. Pude escucharle cómo le decía al comandante de la prisión que nos iba a llevar a la “Sala de torturas” para azotarnos. Yo les dije a los demás compañeros que no se preocuparan, que sólo íbamos a recibir unos cuantos porrazos. Mientras los demás se fueron a los dormitorios, nos retuvieron para llevarnos después a la “Sala”.

Entré yo el primero, mientras los otros quedaron fuera, vigilados y con la cara frente a la pared blanca. Nada más entrar, me rodearon unos cuantos guardias, entre los que estaba Sticky. “¡Así es que te niegas a mantener la formación!”, me chillaron y, antes de que pudiera contestar nada, cuatro de ellos comenzaron a aporrearme la espalda gritando: “¡Rojo, Rojo!”. Estaban tan furiosos que a veces erraban el golpe y se pegaban entre ellos mismos. Me vapulearon con dos palos, una pesada correa y el garrote favorito de Sticky, el “Pichatoro”. Yo llevaba sólo una camisa color caqui. Doblaba mi cuerpo y cubría la cara y la cabeza con mis manos,  haciendo  lo posible por no gritar. Entonces me acordé de las palizas que me dieron las monjas y  los “Camisas Azules” en Dublín y pensé que ésta sería la última. Mientras mis rodillas se doblaban, apretaba los dientes y pensaba: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”. La paliza duró diez minutos. Sudando y jadeando, esos cuatro sargentos llamaron a un soldado para que me llevara con los otros. Allí tuve que aguantar en posición de firme, escuchando los gritos y los golpes que daban a los demás compañeros.

Jack Flior, un sudafricano bajo y robusto cayó al suelo bajo sus golpes; escuchábamos sus gritos y quejidos según le llegaban patadas y estacazos. Después de cuatro horas de cara a la pared nos sorprendió que no nos mandaran al calabozo, destino habitual de los que recibían una paliza; éste estaba situado en la planta baja, carecía de ventanas y era el lugar donde tenían encerrados a los prisioneros alemanes. En lugar de allí, nos enviaron al dormitorio con los demás compañeros. Al verme, Frank Ryan me dijo que me quitara la camisa y me paseara por el dormitorio entre los prisioneros para mostrarles “qué es el fascismo.” Se quedaron horrorizados por los moratones, las llagas y la sangre coagulada.

Pocos días después, El Diario de Burgos publicó un artículo donde se informaba de que Jacques Doriot [1] estaba visitando España para protestar contra la ayuda que la Unión Soviética  proporcionaba a la República española y para ayudar a los brigadistas internacionales que estaban dispuestos a escapar de “los criminales comunistas que les habían traicionado”.

Los americanos también recibieron otra visita: William Carney, del  New York Times, conocido simpatizante de los fascistas. Cuando ordenaron formar a los americanos en el patio de instrucción  yo ocupé el lugar de uno de ellos. Carney preguntó cuántos de nosotros éramos miembros del Partido Comunista; los portavoces americanos, Lou Ormitz y Edgar Acken, contestaron que todos  éramos antifascistas y que no sabían cuántos comunistas habría entre nosotros. Carney expresó sus dudas sobre la brutalidad y la atrocidad de nuestras condiciones de vida y se negó a visitar nuestros dormitorios; entonces  los portavoces se volvieron hacia nosotros y nos levantaron las camisas dejando ver las largas cicatrices rojas que cruzaban nuestras espaldas. Carney se quedó estupefacto. Al poco tiempo conseguimos una copia del  New York Times que describía con crudeza el trato que recibíamos en el campo.[2]

Al mes de nuestra captura recibimos una visita del coronel Martin [representante militar del Reino Unido ante el gobierno de Franco], que se comportaba como si fuera un representante del Gobierno británico. Le hablamos de las palizas que recibíamos, de las raciones de hambre que nos daban y de la falta de higiene de nuestros dormitorios, que tenían bichos de todas las clases. Parecía que sólo estaba interesado en averiguar quién había sido el responsable de nuestro reclutamiento. Nos avisó de que no habría posibilidad alguna de intercambio si no se lo decíamos. Nos negamos; sabíamos que la información sería utilizada para perseguir a las organizaciones y a los particulares por haber roto, supuestamente, la política del Acuerdo de no intervención. Ni uno sólo de los más de cien prisioneros británicos e irlandeses accedió a sus demandas.

Tres irlandeses, Maurice Levitas, un judío de Dublín, Jack Lemmon, de Waterford, y yo fuimos a hablar con Frank Ryan para preguntarle si iba a declarar como inglés o como irlandés. Frank pasaba mucho tiempo tendido en el suelo de la habitación; parecía estar enfermo. Frank afirmó que nunca se protegería tras la Union Jack. Así pues, decidimos declararnos irlandeses aunque sabíamos que, debido a la hostilidad e histeria que había en Irlanda, ello podría demorar nuestra liberación.

El domingo 12 de Junio se llevaron a Frank Ryan. Nos dijo que creía que le iban a dejar volver a casa; se encontraba en buena forma. John Lemmon y yo le dimos unas cartas para que las echara al correo en Irlanda. Era un día soleado; un jeep americano vino con tres guardias y Frank subió en él. No le esposaron. Según salía del patio se quedó mirando a través de la ventanilla. Unos días más tarde nos llevaron a una zona boscosa y nos filmaron, colocando a los judíos y a los “no arios” más cerca de la cámara. Luego aparecieron unas fotos nuestras en el Diario de Burgos que nos mostraban en la prisión. El titular de las fotos decía: “Rusos capturados en el frente de Aragón”.

El coronel Martin vino de nuevo al Campo y nos dio las primeras noticias sobre Jimmy y Frank. En medio de la conversación, como sin darle ninguna importancia, nos dijo: “Jimmy Rutheford ha sido fusilado y Frank Ryan ha sido condenado a muerte, pero la sentencia le ha sido conmutada por la de cadena perpetua”.[3] Jimmy tenía veintidós años cuando fue fusilado en la cárcel de Burgos.

En San Pedro había una iglesia que siempre estuvo cerrada. Todo prisionero que se acercara a ella era apaleado, lo que nos hizo sospechar que los fascistas almacenaban munición dentro. Ellos sabían que las fuerzas republicanas no bombardearían a sus propios soldados, como tampoco nunca habían bombardeado zonas civiles. La misa se celebraba en el patio exterior y allí teníamos que saludar a la bandera y cantar el himno fascista “Cara al sol”. Delante de nosotros se colocaban los españoles cantando; nosotros hacíamos como que no sabíamos la letra. De vez en cuando algunos prisioneros, si creían estar fuera del campo de visión de los sargentos, se burlaban canturreando una improvisada versión de la canción inglesa “It’s a long way to Tipperary”. 

Una vez finalizado el canto del “Cara al sol”, debíamos hacer el saludo fascista: el brazo derecho extendido hacia arriba con una inclinación del 75%. Los sargentos siempre sospechaban que alguno de nosotros hacía el saludo con el puño en lugar de con la mano extendida. Por supuesto, cualquiera que se desviara lo más mínimo del saludo  estaba expuesto a recibir un castigo a base de palos o algo peor. Como católico catequizado desde la infancia, la misa fascista me parecía un insulto para cualquiera persona que tuviera alguna devoción. El sacerdote, encima de un estrado alto, comenzaba el servicio con el saludo fascista y un “¡Viva Franco!”. Cuando llegaba el momento de la consagración y se elevaba la hostia, los que no se sabían el ritual eran vapuleados hasta que se arrodillaban. Todos aprendieron enseguida los usos y costumbres debidos.

El obispo de Burgos tomó parte en ese adoctrinamiento con el discurso que nos dirigió un día. Los prisioneros españoles, sobre todo vascos y asturianos, estaban formados delante de él. Nosotros formábamos a su izquierda. Subido en el estrado, pronunció las siguientes palabras: “¡Españoles! ¡Mirad a ésos! ¡Son la hez de la tierra!” Y claro que parecíamos la hez de la tierra. Estábamos sucios y vestidos con harapos; no podía caber mayor contraste con el obispo. Éste, vestido con su traje de ceremonias y un gran crucifijo de oro sobre su gordo vientre, nos acusó de ser enemigos de la cristiandad y de la fe católica. De esta manera trataban de romper los lazos que nos unían con los prisioneros españoles.[4]

Pronto creamos un Comité clandestino que inició la organización  del “Instituto de Enseñanza Superior de San Pedro”. Con esto queríamos mantener nuestra dignidad y demostrar a los fascistas nuestro nivel cultural que, por cierto, ellos despreciaban. Nos agrupamos por materias: matemáticas, música, idiomas, etc. Como a mí no se me daba mal la fonética, me dediqué al español. Me concentré en la gramática y profundicé en mis conocimientos trabajando conjuntamente con seis cubanos que habían venido a España en plena juventud.

Organizamos un coro que, sin ningún instrumento, era el orgullo de la prisión. Bajo la batuta de un competente director, y con las voces de tan diferentes nacionalidades, levantaba la moral de los prisioneros. Los americanos representaron una obra teatral sobre Hiawatha, pero no  pasaron de la canción “Is that your manchild, Dropping Water?”, ya que todo el público estalló en carcajadas nada más entrar el “indio” con un puñado de paja envuelto con trapos como si fuera su hijo.

Había también otros entretenimientos: algunos americanos, por ejemplo, se habían hecho con una vela y hacían competiciones de pedos para ver quién la apagaba. Se ponía una vela en el suelo; el desafiante, acercando lo más posible su culo a la vela, se los tiraba mientras decía: “¡Vamos, Tex!”, y soltaba estruendosas carcajadas. El olor a metano producido por nuestra dieta habitual de alubias era aún peor que aquel olor a cordita que había cuando fuimos capturados en Calaceite.

Otra diversión eran las carreras de ratones. Por las noches, era normal sentirlos correr sobre nuestras mantas. Yo utilizaba mi plato de latón para cazarlos; lo colocaba cerca de mi cabeza, en ángulo contra la pared, y ponía una raspa de sardina como cebo; en cuanto lo oía, daba un manotazo al plato y el ratón quedaba atrapado dentro. Por la mañana atábamos una cuerda a la cola del ratón y lo bajábamos por la ventana hasta el patio, donde hacíamos las competiciones. Otros construyeron, con mucha paciencia y riesgo, piezas de ajedrez para echar sus partidas. Pero, con frecuencia, los fascistas entraban de forma sorpresiva, echaban a los improvisados jugadores y confiscaban todo lo que se había elaborado con tanto esfuerzo.

Con el paso del tiempo, el choque inicial y el sentimiento de inseguridad que nos produjo la llegada a la prisión fue disminuyendo. Estábamos inquietos por el estallido, que creíamos inminente, de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, nuestra confianza iba creciendo día a día al saber que nuestros nombres habían sido publicados en la prensa occidental y que nuestros amigos estaban haciendo campañas en sus países en favor de nuestra liberación.

No era esa la situación de nuestros camaradas alemanes, encerrados en el calabozo. Se nos partía el alma al verles así. El calabozo era pequeño; sus ventanas fueron taponadas con tablones y los mantenían en una completa oscuridad. Solamente les dejaban salir una vez al día para  que pudieran respirar. Algunos  intentaron  huir, pero eran siempre capturados, vapuleados sin piedad y devueltos a un encierro solitario con raciones de hambre.

Había entre nosotros dos chivatos que, al poco de ser capturados, no dudaron en hacer el saludo fascista en ningún momento. Desde entonces actuaron como agentes de los fascistas dentro del Campo de concentración. Se convirtieron en los “Cuarteleros” que colaboraban en todo lo que podían con nuestros carceleros. Incluso llegaron a pedir que los trasladaran porque no querían mezclarse con nosotros, los “rojos”. Juramos que, si algún día volvíamos a casa, haríamos lo posible por eliminarlos o tirarlos por la borda. A uno de ellos lo llamamos “Rin-Tin-Tin”. El otro fue enviado a casa muy pronto y suponemos   que fue el que escribió un panfleto en el que se alababa a Franco y se celebraba la derrota de la República.

Un día llegó una copia de ese escrito a la prisión y los fascistas pidieron que un preso “inglés” leyera su contenido en voz alta; todos se negaron a hacerlo alegando que ellos no eran ingleses, sino escoceses o galeses o irlandeses… Al final obligaron a Maurice Levitas a leer la octavilla. Maurice, sabiendo que los guardias no entendían el inglés, leyó algo muy diferente de lo que estaba escrito. Cuando los guardias se dieron cuenta de lo bien que nos lo estábamos pasando, dieron por finalizada la lectura, se llevaron a Maurice Levitas, le dieron una paliza y luego lo devolvieron a la formación.

Las visitas más frecuentes eran las que nos hacían dos miembros de la Gestapo. Venían de Burgos en un Mercedes, vestidos de civil, para interrogar a todos los prisioneros internacionales. El coronel Martin nunca protestó por esos interrogatorios. El día en que me llevaron ante ellos  me enseñaron varias fotografías ampliadas en las que se podía ver una larga mesa de madera con unas botellas de vino vacías, algunas velas consumidas y trozos de brazos y otros restos humanos.

 – “¡Míralos atentamente! ¿Qué opinas? ¡Es terrible! ¿no? Pues eso lo hiciste tú. ¿Por qué viniste a España?”, me preguntaron.

“Soy un republicano irlandés. Vine para defender al Gobierno de la República”, les contesté.

“¿Y no crees que la bandera de Franco es mejor que la republicana?”

No podía contestar, ya que desconocía cómo eran ambas banderas. Después, uno de ellos me tomó medidas mientras el otro iba anotando en un cuaderno. Lo único que entendí de lo que estaba escribiendo era algo parecido a “atleten”;  lo interpreté como que yo era “atlético”. Luego, me fotografiaron desnudo. El objetivo era demostrar que todos nosotros éramos infrahumanos. Uno de los prisioneros británicos tenía un tatuaje con la hoz y el martillo en el antebrazo. Justo antes de su entrevista con los agentes de la Gestapo, se lo arrancó y se puso un vendaje para ocultar la herida.

La visita de estos policías nos producía tanto temor como a los prisioneros alemanes, muchos de los cuales habían escapado de las garras de la Gestapo que los mantenía en su lista negra. A punta de pistola les obligaron a firmar un documento en el que suscribían su deseo de volver a su patria. Once de ellos fueron trasladados a Alemania y allí los aniquilaron. Lo mismo les ocurrió a los checos de los Sudetes. Al desconocer la ocupación nazi en los Sudetes, dijeron a los agentes de la Gestapo que ellos tenían la nacionalidad checa. “Pues ahora ya sois alemanes”, les contestaron. Su destino quedó decidido.

Seis meses después de nuestra llegada a San Pedro de Cardeña, en la primera semana de septiembre de 1938, los prisioneros nos sorprendimos al recibir una camisa kaki, un par de pantalones de montar y un par de zapatos de lona. Nos preguntamos qué podía pasar y dimos por supuesto que íbamos a recibir alguna visita importante. Resultó ser lady Chamberlain, viuda de un ex-Ministro de Asuntos Exteriores, Austen Chamberlain, y cuñada del actual Primer Ministro británico,  Neville Chamberlain. Venía acompañada por un individuo que tenía todo el aspecto de un Lord: llevaba monóculo, bastón y polainas. Los prisioneros británicos e irlandeses tuvimos que ensayar la formación y el “rompan filas” así como dejar claro que no habíamos olvidado el saludo franquista. Cuando llegó el momento, el séquito salió de la oficina del comandante y “Sticky” ladró: “¡Atención! ¡Fiiiir-mes!”.  Pero todo el mundo permaneció en posición de descanso; ni un solo brazo se levantó. Repitió la orden varias veces más. Ni una sola voz contestó “¡Viva Franco!”. La cara de Sticky enrojeció de furia.

Lady Chamberlain pasó revista a la formación de prisioneros, preguntándonos por qué habíamos venido a España. Todos los que iban siendo interrogados respondían: “Para detener al fascismo antes de que llegue a Inglaterra”. No era ésa la respuesta que ella esperaba. Supongo que habría preferido escuchar algo así: “Iba yo un día paseando por Hyde Park cuando se me acerca un tipo y me pregunta que si quiero ir a España; como estoy en el paro le digo que sí, y me alisto”. Francamente disgustada por nuestras respuestas, se volvió a su escolta diciéndole: “Y digo yo, ¿no podríamos escoger a alguno más inteligente?”[5]

A pesar de todo, su visita nos trajo algunas mejoras. Aquel día recibimos nuestra primera racioncita de verduras frescas: tres hojas de lechuga con nuestras acostumbradas alubias. Una visión agradable, sobre todo para los que ya tenían el escorbuto. Desde entonces vimos claramente que el coronel Martin era el Agregado militar británico en Burgos. Fue él quien nos había informado del fusilamiento de Jimmy Rutheford  y de la conmutación de la pena de muerte a Frank Ryan por la de cadena perpetua. Ahora nos confirmó que se estaban desarrollando negociaciones sobre un posible canje de prisioneros. Habíamos oído que los italianos querían cinco artilleros por cada brigadista. Nos sentimos orgullosos de nuestro valor de cambio por fascista. Rossa, el general ruso responsable de nuestro entrenamiento en Tarazona, tenía razón.

Las Navidades de 1938 se acercaban. Las palizas fueron disminuyendo. Incluso nos llevaron a un río y nos dieron jabón para lavarnos. El río tenía algunas pozas profundas y eso fue lo que más nos gustó: los prisioneros, completamente desnudos, corríamos y nos zambullíamos a la vista de las mujeres del pueblo que  lavaban sus ropas en el río. Nuestros guardianes, mientras tanto, vigilaban. Alguna vez  nos llevaron a un campo cercano para despiojarnos. Daba pena ver cómo, tras quitarnos las camisas, aplastábamos con el índice y el pulgar los gordos piojos que se habían instalado en cada resquicio de nuestra ropa.

El Comité del Campo decidió celebrar aquellas Navidades: daríamos un concierto coordinando los esfuerzos de los grupos que habían asistido a las diversas clases. Estábamos dispuestos a mostrar a nuestros perseguidores la cultura que teníamos. Además, en nuestro interior, esperábamos que nuestro esfuerzo diera como resultado una mejora del ambiente de la prisión y una atenuación del régimen de palizas. Rudi Kampt, miembro del Conservatorio de Música de Heidelberg, fue designado para seleccionar el repertorio y dirigir el coro, formado por ochenta voces. Yo era tenor.

Al  principio el comandante de la prisión se negó a autorizar el acto. Más tarde cambió de opinión, cuando le aseguramos que no cantaríamos ninguna canción revolucionaria. Estábamos tan contentos que le invitamos a él y a sus oficiales a que asistieran al acto, pero no nos confirmó su asistencia. Al llegar la Nochebuena, nos causó verdadera sorpresa verle cruzar el patio en compañía de un grupo de oficiales y otras personas entre las que se encontraba Sticky. Y nos alegró aún más ver que no traían ni armas ni palos. Al subir las escaleras, eran recibidos por nuestro intérprete, Alex, un ruso que se hacía pasar por holandés y que sabía hablar siete idiomas. Éste fue indicando a los invitados que se sentaran en las dos filas delanteras, sobre nuestros colchones de paja.

Cuatro mantas sucias que colgaban de un alambre componían el telón y estaban decoradas con estrellas de tres puntas. La estrella de las Brigadas Internacionales tenía tres puntas como símbolo del Frente Popular: liberales, socialdemócratas y marxistas unidos contra el fascismo. Nuestros invitados, ignorando su significado, no se dieron por enterados. Los prisioneros se sentaron también en colchones de paja y llenaron la habitación de bote en bote. El ambiente todavía era tenso cuando el presentador se dirigió al comandante y a sus hombres con estas palabras: “Nos alegramos de que hayan venido a celebrar con nosotros esta Nochebuena”. El programa era, ciertamente, internacional: villancicos y canciones tradicionales de Alemania, Polonia, Italia, de los países eslavos, de Cuba, Inglaterra y de los Estados Unidos. Incluso se cantó una versión reducida de “El Barbero de Sevilla”.

La función comenzó con la actuación de ocho presos alemanes que asombraron a nuestros carceleros con su interpretación del “Stille Nacht” y“O Tannenbaum”. Cuando acabaron, el público estalló en aplausos y gritos de “Olé, Olé” que se oyeron en todo San Pedro. En aquel entorno siniestro, era imposible olvidar que los alemanes habían sufrido más que ninguno la ira de los fascistas y de la Gestapo  y que estaban encarando el más negro futuro, incluida la muerte. A continuación fueron actuando los representantes de las demás nacionalidades,  aportando cada una de ellas su contribución única y particular. El “Barbero de Sevilla” fue interpretado con los más crudos recursos escénicos, lo que provocó sonoras carcajadas. Los cubanos montaron un cabaret donde algunos de los actores, vestidos de mujer,  se pasearon provocadoramente por el improvisado escenario con el  regocijo y aplauso de los prisioneros y los oficiales. Todos nos preguntábamos asombrados cómo se las habían arreglado para conseguir aquellos vestidos de mujer.

El concierto duró tres horas y el momento culminante llegó con la actuación del coro de ochenta voces dirigido por Rudi Kampt y compuesto por hombres de toda Europa y América. Se produjo un silencio absoluto en aquella habitación en penumbra y rodeada por muros de más de un metro de espesor. La claridad de nuestras voces se impuso, llegando hasta el edificio anejo donde estaban los prisioneros españoles. Parecía que los cantores estaban poniendo toda su alma y corazón en cada nota, como si se tratara de un símbolo de rebeldía contra el trato inhumano de que eran objeto.

Cuando las últimas notas del “Bell Song” salieron vibrantes de la garganta del primer tenor y se fundieron con las del resto del coro, se produjo un pasmoso silencio durante algunos segundos. Luego, todo el público al unísono se puso de pie, aplaudiendo y gritando emocionadamente. Nuestros carceleros también se levantaron y se unieron al aplauso general;  alguien pudo escuchar el comentario del comandante, un veterano en el mando, que dijo: “Y éstos son nuestros prisioneros… ¡Pues qué bien cantan!” El comandante nos pidió que hiciéramos una nueva actuación, prometiéndonos que traería más oficiales de Burgos. Aceptamos. Habíamos conseguido romper la barrera. Habíamos demostrado que nuestra cultura y nuestra filosofía eran superiores a la exaltada por Goebbels, el Ministro de Propaganda alemán, quien había afirmado: “Cuando oigo la palabra cultura echo mano de mi pistola”.

Durante las semanas que siguieron al concierto las condiciones de vida se fueron haciendo más llevaderas; incluso Sticky dejó descansar a su bastón. También mejoraron las cosas en el frente contra los bichos. Carl Geiser, el prisionero americano que había tenido un papel relevante en el concierto, lo explicó así en su libro ya citado: “Después del concierto muchas de las pulgas y piojos nos han dejado para establecer su nueva residencia en la casa de nuestros huéspedes”.

La  liberación

Finalmente, tras pasar once meses de cautiverio, nos anunciaron que íbamos a ser canjeados. Nos trasladaron de San Pedro de Cardeña a San Sebastián, donde nos hicieron desfilar en una plaza. Una multitud comenzó a congregarse en las aceras a las llamadas estruendosas de un altavoz que decía: “¡Españoles! ¡Venid a ver a estos criminales que vinieron a luchar contra el pueblo español”. Sin ningún género de dudas, en aquel momento debíamos tener una apariencia bastante decrépita. Temimos que esto fuera una incitación a la multitud para  agredirnos, de forma que Franco pudiera montar una campaña sensacionalista de propaganda en la prensa extranjera, haciendo ver que  la agresión había sido  producto  de “la rabia del pueblo español”.

Decidimos sobre la marcha que los más fuertes y sanos de entre nosotros marcharían al frente, con las cabezas  altas y de la forma más marcial que permitieran nuestras fuerzas. El oficial fascista que estaba al mando se dio cuenta de nuestro cambio de actitud y mandó ir más despacio, esperando que en nuestras filas cundiría el desorden. Entonces la gente comenzó a rodearnos y nos dieron barras de chocolate y cigarrillos. El oficial, enfurecido, ordenó que marcháramos rápidamente a la prisión.

El lugar al que nos llevaron era una cárcel de verdad, no como aquel improvisado campo de concentración de San Pedro. Hoy en día esa prisión ya no existe. Parece  que las autoridades fascistas temieron que se convirtiera en un lugar de culto popular. Sólo en Guipúzcoa se llevaron a cabo 70.000 detenciones, haciendo una criba de los detenidos. De ellos, 4.000 fueron ejecutados, incluyendo a los dieciséis sacerdotes vascos que habían mantenido aislados en su confinamiento. Éstos eran los sacerdotes que se habían negado a denunciar desde el púlpito que “la destrucción de Guernica fue obra de los aviones de la República”, cuando el mundo entero sabía que los responsables de aquella masacre y destrucción habían sido los italianos y los alemanes. Siempre me ha acompañado un recuerdo imborrable de dos de aquellos sacerdotes que, encarcelados en  San Sebastián, se despidieron de nosotros con el puño en alto. No pudimos devolverles el saludo, ciertamente, pero les expresamos  nuestro reconocimiento en  nuestro lenguaje común.

Estuvimos varias semanas en esta horrible prisión, pendientes de que finalizaran las gestiones de nuestro intercambio. Las celdas que ocupábamos eran semisótanos que tenían unas pequeñas ventanas a ras del suelo del patio de la prisión. Los españoles se colocaban junto a ellas y, fingiendo que hablaban entre sí, se comunicaban con nosotros. Era asombroso verles jugar al fútbol con una pelota hecha de trapos  siendo conscientes de que estaban condenados a muerte.

El preso de la celda que estaba encima de la nuestra, Cipriano Antonio Arce, se comunicaba con nosotros por medio de la cañería del agua. Por lo visto, se había proyectado poner agua en las celdas, pero no había grifos. Hablamos e intercambiamos canciones. Él me enseñó una titulada “Un inglés vino a Bilbao”  y yo le enseñé a cambio canciones populares irlandesas como “It’s a long way to Tipperary”.  La letra de la canción vasca,  todavía  muy popular, es la siguiente:

 Un inglés vino a Bilbao
A ver la ría y el mar
Pero al ver las bilbainitas
Ya no se quiso marchar
Y dijo: vale más una bilbainita
Con su cara bonita
Con su gracia y su sal
Que todas las americanas
Con su inmenso caudal
Con su inmenso caudal.

 Un día Cipriano me comunicó que el Cura y el “carnicero” (el verdugo) le habían hecho una visita. A la mañana siguiente oímos cómo le sacaban de su celda y le llevaban a ejecutar. Sus últimas palabras fueron: “¡Viva la República!”. Tales visitas eran el procedimiento usual antes de la ejecución. El sacerdote preguntaba a los condenados: “¿Quieres confesar tus pecados?”. Eso significaba, en realidad, admitir de alguna manera que habías infringido las normas impuestas por Franco. La única ventaja que traía hacer la confesión era  asegurar el entierro en un cementerio consagrado.

Poco tiempo después nos llevaron a la frontera de Hendaya, justo al lado del puente internacional, donde nos despiojaron, nos dieron una ducha, nos proporcionaron un par de monos y nos afeitaron y raparon el pelo. Después de despiojarnos, la Guardia Civil nos llevó a la línea fronteriza sobre el puente internacional y nos entregó a la Gendarmería francesa. A los tres irlandeses nos instalaron en el vagón de cola del tren con un gendarme que nos custodió hasta París. Allí nos llevaron al Consulado irlandés, donde intentaron obligarnos a firmar un documento por el que nos comprometíamos a pagar el viaje desde España hasta Dublín;  nos negamos.  El cónsul nos dijo que podíamos firmar con el nombre de nuestros padres para que ellos costearan el billete; de nuevo nos negamos, declarando que nadie había pedido nuestra autorización para sacarnos de España y que estaríamos encantados de volver a España y alistarnos de nuevo en el ejército republicano. Finalmente nos dio, de muy mala gana, un billete para Dublín, vía Londres. Al pararnos en Londres para hacer el transbordo, el Comité de Cooperación con España nos dio ropas nuevas. Quedamos encantados al enterarnos de que habían intercambiado a dos Internacionales por cada cinco italianos. Nos enorgullecía saber que nuestro valor era más del doble que el de los Flechas Negras de Mussolini.

 Prisioneros de guerra, documental realizado en 1938 por el Servicio de Propaganda franquista.


[1] Doriot había sido diputado comunista en la Asamblea Nacional hasta que abandonó el PCF para formar el fascista Partido Popular Francés; éste colaboraría más tarde con los ocupantes nazis de Francia durante la guerra. (NEE)

[2] Carney, corresponsal derechista del New York Times, giró esta visita en julio de 1938 ante unos prisioneros que desconfiaron de él. Pero, según Cecil Eby, fue su crónica la que indujo al Departamento de Estado norteamericano a iniciar gestiones para obtener su liberación y aflojar algo la presión sobre los presos. La  resistencia sistemática de los prisioneros también influyó: “Si un hombre  era golpeado, los demás empezaban a gritar a coro, lo cual parecía poner muy nerviosos a los guardianes…”

[3] Los cargos que se  imputaban a Ryan eran calumniosos; Franco quiso destruir con ese juicio la imagen idealista de los brigadistas para mostrarlos  al mundo como una panda de criminales y oportunistas. No se le reconoció ninguna garantía procesal  y fue condenado a muerte. La situación de Frank Ryan alertó a la opinión pública irlandesa; aunque muchos no compartían sus opiniones políticas, apreciaban su honradez y coherencia. De Valera envió un telegrama a Franco pidiendo clemencia y todo el país, incluido el Nuncio del Vaticano y el fascista O’Duffy, se sumó a la campaña por su liberación. La pena de muerte fue conmutada por la de cadena perpetua. Pero Ryan sería entregado en 1940 a la Abwer (el servicio de seguridad de la Wermacht), muriendo en Dresde en 1944.

[4] En el campo había  más de 2.000 prisioneros españoles sometidos a un intenso programa de reeducación política; si lo aprobaban podían alistarse en las tropas de Franco. A los 700 internacionales se les mantuvo separados de los españoles para evitar el contagio ideológico.

[5] Claude Bowers, embajador de EEUU ante la República española, refiere que lady Chamberlain, tras ver a los prisioneros británicos, comentó: “Nunca he visto semejantes caras de criminales en Inglaterra”. La prensa franquista la trató como “una de las nuestras. Al llegar a la frontera de Hendaya,  un  periodista  le preguntó si pensaba visitar el territorio leal, a lo que respondió: “Y ¿por qué razón debería ir?”