Arturo PR
Lágrimas por los niños. Leña a los brigadistas
Parece que últimamente se está produciendo el desmelene de ciertos escritores sin complejos. Hace poco fue Jorge M. Reverte quien comparó a los brigadistas con los yihadistas; menos tiempo aún ha corrido desde que Arturo Pérez Reverte se ciscara en “la solidaridad internacional de las derechas y las izquierdas” y en “las hermandades solidarias” ya que, según el ‘sabio de Cartagena’, todos los extranjeros vinieron “a ver qué podían mojar en la salsa y a fumarse nuestro tabaco…” Cree el ladrón…
Nueva ‘lección’ del superdotado Arturo en el XL Semanal, el suplemento dominical del grupo Vocento, que tanta sabiduría proporciona a las masas españolas degradadas por décadas de educación “socialista”. El artículo tiene garra; y suelta muchas verdades, tantas como mala baba. Vayamos por partes.
Comienza el artículo con un impactante párrafo: “Los niños. Eso es siempre lo peor, en cualquier guerra; pero todavía hoy, cada vez que veo las viejas imágenes en blanco y negro, o las fotos desvaídas de hace sesenta años, me remuevo incómodo en el asiento al verlos pasar ante mí…” Cierto, el sufrimiento de los débiles es siempre el más amargo. Pero no solo en las guerras. Antes de la guerra había millones de niños que pasaban hambre (“Me duele este niño hambriento/ como una grandiosa espina”, clamó Miguel Hernández), como sucede también hoy en día, para vergüenza nuestra.
Pero no se le ocurre preguntarse a Arturo PR cuáles eran, y son, las causas de ese sufrimiento de los niños. Cuáles fueron las verdaderas causas, y las sinrazones, que llevaron a un grupo de militares traidores y a las élites españolas del poder y el dinero, a dar un golpe de Estado contra la República democrática y a mantener aquella guerra criminal patrocinada por los nazis, fascistas y otros aliados vestidos de demócratas.
Para Arturo PR todo se reduce a “una guerra civil como Dios manda, guerra civil de la buena, la que enfrenta a hermano contra hermano, a hijo contra padre, a vecino contra vecino”. Y al final todo se resume en “los viejos rencores, la envidia, el odio vecinal tan propios de la condición humana y tan nuestros; tan españoles… Delaciones, chivatazos, ajustes de cuentas, canallas que medran con el dolor, y el sufrimiento de los otros, desgraciados que se humillan para comer, o para sobrevivir”.
Este tipo de visión moralista-tremendista elude un análisis profundo de las causas reales que llevaron al terrible conflicto y solo sirve para, al final, terminar recitando aquello de que “todos fuimos culpables”, el sacrosanto leivmotiv de la falsa reconciliación establecida en la Transición. Por esos mismos años setenta, Pierre Vilar nos sugería, en su ejemplar síntesis de nuestra guerra, conocer ésta “lo suficiente como para llegar a entenderla”, lo que “contribuiría, sin duda, a ahuyentar su fantasma…” No parece que Arturo PR contribuya a ello.
La guinda del pastel de Arturo PR está al final:
Cielo santo. Cómo nos dio por el saco todo Dios, todo el mundo, toda Europa, estrangulando a este pobre, entrañable, desgraciado y viejo país. A esta pobre, entrañable, desgraciada y vieja gente nuestra. No es cierto que nos ayudaran; déjenme de milongas pamperas, de camelos retóricos, de demagogia. El arriba firmante se cisca en la solidaridad internacional de las derechas y las izquierdas, en los discursos y en la mandanga. Aquí a la España en guerra, se asomó todo Cristo a ver qué podía mojar en la salsa, a fumarse nuestro tabaco y a quemarnos los muebles. Comprendo que fuéramos un espectáculo apasionante: sangre, vino, mujeres guapas, guerra, romanticismo, intereses estratégicos, barbarie ancestral. Pero que no me vengan con historias de hermandades solidarias. Yo he pasado veintiún años yendo a guerras que no eran mías, y sé de qué iba Hemingway. Por eso me cago en Hemingway y en la madre que lo parió.
Un exabrupto que plasma las obsesiones, y furores, del afamado escritor de guerra. Pero le falta razón. Los 35.000 voluntarios de 35 países o rincones del mundo no vinieron a ‘quemarnos los muebles, a fumarse nuestro tabaco ni a ver qué podían mojar en la salsa’. El juramento que hacían al ingresar en las Brigadas Internacionales comenzaba con las siguientes palabras: ‘Estoy aquí porque soy voluntario, y daré si hace falta hasta la última gota de mi sangre para salvar la libertad en España y la libertad del mundo’. Y así lo hizo la mayoría. Fueron fuerzas de choque del Ejército Popular de la República y, por eso, entre 6.000 y 8.000 quedaron para siempre en tierra española, mientras que el 80% se llevó de recuerdo, al menos, una herida… y a España en su corazón.
No solo combatieron con el fusil en la mano. También ayudaron al pueblo español; y en primer lugar a los niños huérfanos, primeras víctimas de la guerra. Decenas de hogares y colonias infantiles fueron levantados o mantenidos con las aportaciones de los voluntarios, cuya paga diaria de 10 ptas –igual a la de los soldados españoles de la República– no podía expatriarse (no eran mercenarios). La mayor parte del dinero que ganaban sirvió para mejorar el rancho, sostener las decenas de hospitales internacionales (donde también se atendía, cuando podían, a la población civil), ayudar a la obra social del Socorro Rojo o aportar alimentos a los niños de las localidades donde acampaban.
Por todo eso los internacionales fueron altamente apreciados por el pueblo español, como demostró la cariñosa despedida que le dispensó el pueblo de Barcelona el 28 de octubre de 1938. Lise London recuerda en sus Memorias que “en todas las estaciones en que nos deteníamos venía una muchedumbre impresionante… algo fantástico, que no se puede olvidar. Había mujeres con niños, hombres, ancianos. Todo el mundo venía a ofrecernos frutas, nos abrazaban…”
Para finalizar, un poco conocido poema de José Herrera Petere:
A JASKEL HONIGSTEIN
Ultimo caído de las Brigadas Internacionales
Jaskel Honigstein, polaco,
obrero, judío de raza,
hijo de una tierra obscura
muerto a la luz de mi Patria.
El pueblo rabioso grita
tu muerte a Europa en su cara.
¡Jaskel Honigstein, obrero
muerto a la luz en batalla!
Tu sangre es la última gota
de aquel torrente de lava
que de las cumbres del mundo
bajó generoso a España.
De una corriente de fuego
que las fronteras traspasa,
abrasando cobardías,
iluminando esperanzas.
¡Jaskel Honigstein, obrero
muerto a la luz del mañana!
Que los abetos se yergan
en las umbrías polacas
de orgullo, como el olivo
del valle del Ebro en llamas.
Amigo: ¡Salud! del pueblo.
Salud desde la batalla.
Jaskel Honigstein, tu muerte,
que es de amor, será vengada.