La Colina del Suicidio
El Batallón Británico en la Batalla del Jarama
Severiano Montero
Este trabajo fue publicado por primera vez por José Mª Pedreño, Presidente entonces de la Federación de Foros por la Memoria, y ha estado en la red desde 2003. Ahora lo publicamos en nuestro sitio con ocasión del 80 aniversario de la batalla del Jarama. La 10ª Marcha Memorial del Jarama recorrerá los lugares donde lucharon los batallones Británico y Lincoln.
En la primera parte se expone, en grandes líneas, lo que fue y representó la Batalla del Jarama dentro del contexto de la Batalla de Madrid iniciada en noviembre de 1936. En la segunda parte se recogen narraciones escritas, en su mayor parte, por voluntarios de la XV BI, sobre todo del batallón británico.
Antes de ofrecer el texto del trabajo, recogemos un escrito del propio José Mª Pedreño correspondiente al año 2003, el primer año en que, por iniciativa del brigadista irlandés Bob Doyle, se iniciaron las conmemoraciones del Jarama.
Una visita a la Suicide Hill
Esta tarde salí con unos amigos: Emilio (Presidente de la Asociación Haydée Santamaría), Carlos (webmaster de nuestra página web) y Javi (primo de Carlos). Pretendíamos visitar la exposición sobre las Brigadas Internacionales que se está mostrando estos días en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Tenemos pocas ocasiones de vernos con Carlos, ya que éste vive en Cataluña, así que estábamos ilusionados con visitarla los cuatro juntos. Nos encontramos con que los lunes la exposición está cerrada y acabamos tomando un café mientras charlábamos sobre nuevos proyectos y desafíos. Decidimos volver a casa quedándonos con las ganas de haber disfrutado de una nueva visita colectiva al pasado. En el transcurso de la conversación recibí una llamada informándome que habían conseguido localizar una fosa en Olmedillo (Burgos) bajo un vertedero.
Una vez solo, me dirigí a casa en el coche pero… antes de llegar, no giré en la esquina de la calle en que vivo, sino que continué en línea recta para salir a la M45 y coger la desviación a San Martín de la Vega. Antes de llegar a esa población, en una rotonda, se gira a la izquierda en dirección a Morata de Tajuña. La carretera es bastante recta y sube, en pendiente, por las alturas que dominan el valle del Jarama. Una vez llegamos a la cima, saliendo de la carretera, nos encontramos, a la derecha, un bosque de olivos cruzado por un polvoriento camino (Sunken Road). Entramos en él y lo seguimos hasta llegar al final del bosque de olivos, donde se puede dejar el coche en una pequeña explanada.
Me bajé y me dirigí a un pequeño montículo de piedras amontonadas, situado justamente donde empieza a descender la pendiente. Sobre ella se encuentra un cartel, en el que puede leerse, junto a una bandera tricolor pintada en la madera: a Kit Conway y otros 200 brigadistas internacionales del Batallón Británico que cayeron en este lugar defendiendo la Libertad. Sobre las piedras, los restos resecos de un par de ramos de flores, algunas vainas vacías de munición de fusil y restos oxidados de metralla que alguien ha encontrado y depositado allí. Uno no puede evitar la tentación de realizar el saludo del Ejército Popular llevándose el puño derecho a la sien. Me encontraba en Suicide Hill.
Dirigí la mirada hacia el valle. El sol empezaba a ponerse cegándome los ojos, así que decidí cambiar de posición. Encaminé mis pasos hacía la derecha a través de un camino que bordea la colina. Todo está lleno de basura. Restos de latas de refrescos, harapos, botellas y toda clase de residuos, se mezclan con cartuchos de escopeta vacíos (la zona es un coto de caza). Sentí rabia al comprobar como el lugar que tantos valientes luchadores habían regado con su sangre había sido transformado en un vertedero. Parece extraño que un comunista pueda llegar a considerar un lugar como sagrado, pero éste lo es. En ese momento me vino a la cabeza la fosa de Olmedillo, también oculta por la basura. Esto representaba el mayor escarnio. No solamente intentaron hacernos olvidar la historia de los nuestros, sino que depositaron basura sobre ella y bajo la basura quieren mantenerla porque, si la apartamos, podemos llegar a reencontrarnos con nosotros mismos y lo que fuimos. Es la misma basura que echan en sus escritos los intelectuales neofascistas -recordándonos Paracuellos y las checas- para ocultar bajo ella las verdaderas causas de la guerra, las listas negras y el genocidio.
Regresé por el camino al lugar donde se encuentra el improvisado monumento de piedras sueltas y desvencijada madera. Traté de sentir nuevamente el aire que debió respirarse en aquellos días de febrero de 1937, cuando los hombres intentaban construir un muro con sus cuerpos, mientras cantaban La Internacional, y morían a miles por defender esos principios que parece que hemos olvidado. Imaginaba a Kit Conway, lleno de sudor y polvo, dirigiendo a los camaradas de la compañía irlandesa, animándoles y muriendo en el fragor de la lucha. ¡Cuánto heroísmo olvidado esconde esta colina! ¡Cuánto heroísmo intenta el enemigo esconder bajo la basura!
José Mª Pedreño. Agosto de 2003
1. LA BATALLA DE MADRID: EL FRACASO DEL ATAQUE DIRECTO
Febrero de 1937. La guerra proseguía en España desde hacía 7 meses y retumbaba con fuerza en Madrid, que aguantaba un feroz asalto desde el mes de noviembre. El ataque directo por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria había fracasado, ataque protagonizado por el Ejército de Africa, compuesto principalmente por moros y legionarios. Los moros habían llegado al máximo punto de penetración: el Hospital Clínico en la Ciudad Universitaria. Madrid resistía estos envites y los zarpazos de la aviación italo-alemana que bombardeaba sin piedad una ciudad abierta, al igual que hacía la artillería situada en la Casa de Campo y en el Cerro Rojo (Cerro de los Ángeles).
El general Mola estaba furioso. Había pronosticado a los enviados de la prensa mundial que “pasado mañana (por el 10 de noviembre) estaré tomando mi café en la Puerta del Sol”. Pero los días pasaban y los camareros de la madrileña plaza seguían reservando con sorna una mesa y una taza de café a un Mola que no aparecía. El general había marcado su futuro: la avioneta que capotó el 3 de mayo de 1937 en los Montes de Oca, junto al puerto de la Brújula, le ayudó a borrar un fracaso que, acaso, había convenido a los planes personalistas de Franco.[1]
No menos furioso andaba este pequeño general. A finales de septiembre había logrado erigirse en “Caudillo” al frente de todas las fuerzas militares y políticas sublevadas, pero su sueño de conquistar Madrid se había truncado. O acaso no. Quizá necesitaba este fracaso para consolidar su poder y así eliminar mejor a sus enemigos. Su “honor” militar estaba en entredicho, sobre todo ante sus amigos italianos y alemanes y, por ello, inventó un mito: Madrid no cayó entonces debido a la ayuda soviética y a las Brigadas Internacionales. No podía aceptar que, siendo cierta esta ayuda, los factores más importantes de su fracaso habían sido el renovado espíritu de resistencia del pueblo madrileño y el retraso en el avance sobre Madrid que Franco mismo había provocado al desviar sus tropas para “liberar” el Alcázar de Toledo.[2]
2.LAS OPERACIONES DE FLANQUEO: LA CARRETERA DE LA CORUÑA
A principios de diciembre Franco varió de táctica e inició los ataques por los flancos: trató de cortar las comunicaciones de la capital para cercarla. Comenzó atacando por el oeste: había que alcanzar la carretera de la Coruña entre Las Rozas y la capital y avanzar por el enorme espacio abierto del Monte del Parto hasta llegar a la carretera de Burgos. Así la ciudad quedaría aislada de las posiciones republicanas en la Sierra del Guadarrama. Luego habría que hacer la misma operación por la carretera de Valencia para cerrar el cerco sobre Madrid. Todo eso requería tiempo, material bélico y soldados. Hitler y Mussolini le prometieron la ayuda necesaria. Con esos presupuestos, Franco reinició la ofensiva a principios de diciembre.
Dos meses tardó el ejército rebelde en alcanzar y controlar los ocho kilómetros que separan la localidad de Las Rozas del Puente de San Fernando, sobre el Manzanares. Los avances costaban cada vez más hombres y las tropas republicanas combatían cada vez mejor, ¡y en campo abierto! No se parecían nada a aquellas milicias que habían sido derrotadas en Talavera y Navalcarnero. Franco tardó en percatarse de que, al calor de aquellos combates en Madrid, estaba naciendo el nuevo Ejército Popular de la República. Era más fácil echarle la culpa, como Felipe II, a los elementos; en este caso no al mar sino a la niebla. [3]
Ante este fracaso ante las colinas del Monte del Pardo, Franco decidió probar por el sureste: había que cortar la carretera de Valencia y llegar a Alcalá de Henares, ya sobre la carretera de Barcelona. Tenía prisa. Sus amigos italianos y alemanes le estaban enviando material. Encargó el trabajo a la División Reforzada de Madrid, nutrida por los veteranos del Ejército de Marruecos y complementada con las tropas que se estaban adiestrando con toda rapidez, y bajo el asesoramiento técnico alemán, en Cáceres y en otras bases.
3. LA AYUDA ITALIANA Y ALEMANA A FRANCO
Franco contó desde el principio de la guerra con la ayuda de Hitler y Mussolini. La República quedó bien pronto huérfana merced a la política de no intervención diseñada por Inglaterra y Francia. Era la traducción al caso español de la política general de “apaciguamiento” frente a las potencias fascistas que, lejos de disolver la amenaza de guerra, la aceleró. [4] A mediados de octubre de 1936 ambas potencias ya habían librado a Franco 141 aviones y un importante número de carros de combate, artillería, armas ligeras y municiones. Un mes más tarde, el 21 de noviembre, Hitler y Mussolini dieron su reconocimiento a la Junta Militar de Franco a pesar del fracaso cosechado por éste en Madrid. Sus aliados no confiaban en sus cualidades. Los informes que remitía al ministro italiano de Asuntos Exteriores, el conde Ciano, su secretario personal, Filippo Anfuso, no le dejaban en buen lugar y recomendaban “reeducarle” y proporcionarle generales más capaces.
Por su parte, el embajador alemán, el general Von Faupel, transmitía a principios de diciembre el siguiente mensaje a su ministro de Asuntos Exteriores, Constantin Von Neurath: “Aunque Franco es un soldado de bravura, su formación y experiencia no están a la altura que requiere la dirección de la guerra en España… Su éxito en las primeras semanas se debió a que las tropas marroquíes no encontraron adversarios de su talla y a la desorganización militar del bando rojo. Pero la situación ha cambiado”. [5]
Hitler decidió en noviembre el envío de la Legión Cóndor, unidad aérea que disfrutaría de una relativa autonomía dentro de los planes estratégicos rebeldes o nacionales. Además aumentó la dotación de personal y material bélico terrestre (artillería y asesores de Alto Estado Mayor y de instrucción) y marítimo. Unos 50000 alemanes pasarían por estas unidades de diferentes armas en España, lo que proporcionó un entrenamiento muy valioso a un ejército que se estaba preparando para la gran guerra europea.
Mussolini estaba celoso con los alemanes. Quería dejar bien claro la superioridad de las armas italianas después de la “gloriosa” conquista de Abisinia. El 6 de diciembre decidió aumentar las remesas de material y preparar un ejército expedicionario que adoptaría el nombre de Corpo di Truppe Volontarie (CTV). Los primeros 4000 soldados desembarcaron en Cádiz el 22 de diciembre. En febrero ya había 48 823 italianos bajo el mando del general Roatta. A pesar de esta competencia, que alimentaban los chismorreos y las bromas en la retaguardia nacional, Roma y Berlín estaban de acuerdo en apoyar a Franco y tenían prisa por abastecerle: el plan de control propuesto por Inglaterra en el Comité de Londres para la aplicación de la política de no intervención podía entrar en vigor en pocas semanas. Pero seguían desconfiando de la competencia militar de Franco: por ello no cejaron hasta conseguir la constitución, a finales de enero de 1937,de un Estado Mayor Conjunto integrado por oficiales españoles, italianos y alemanes.
El CTV entró en acción por primera vez el 3 de febrero participando en la ofensiva sobre Málaga, ciudad que cayó cuatro días más tarde. El triunfo enardeció a Mussolini, que quería enseñar a Franco a ganar la guerra de forma rápida. Así dio instrucciones a su representante, el coronel Faldella, para que visitara a Franco en su Cuartel General de Salamanca el 13 de febrero y le comunicara su plan: atacar desde Teruel sobre la costa mediterránea y dividir en dos la zona republicana. El efecto, según él, sería demoledor. Franco se opuso: una “guerra relámpago” dejaría al país “infestado” de enemigos mientras que él prefería una conquista sistemática que facilitara la “limpieza” de esos territorios. Argumentaba, además, que el orgullo español no aceptaría que la liberación de España viniera de manos extranjeras. El 13 de febrero las tropas rebeldes estaban en plena ofensiva sobre el Jarama y Franco aún creía en la victoria. Una semana más tarde cambió de opinión: los republicanos estaban poniendo en serios apuros a esas tropas y necesitaba la colaboración italiana. Les propuso, como alternativa, una acción desde Sigüenza sobre Guadalajara que aliviara la situación comprometida en el Jarama y completara el cerco de Madrid.
4. EL EJÉRCITO REPUBLICANO Y LA AYUDA INTERNACIONAL
A principios de 1937 se habían dado pasos muy importantes en la formación del nuevo Ejército Popular. El 18 de octubre se formaron las seis primeras Brigadas Mixtas, tipo de unidad escogida como embrión del nuevo ejército. Las antiguas columnas y batallones de Milicias fueron integrándose paulatinamente en estas unidades de manera que, en la primavera de 1937, ya había 153 Brigadas formadas en el territorio del centro y del sur. [6] Estas Brigadas fueron encuadrándose en Divisiones de las cuales, a finales de 1936, ya había ocho constituidas en el frente de Madrid; las tres primeras formaron el I Cuerpo de Ejército el día 31 de diciembre. Estos avances organizativos se hicieron al calor de los combates en la defensa de Madrid y de sus alrededores, lo que dio una mayor consistencia al Ejército Popular y a sus tropas que aumentaron su confianza y eficacia.
Otro factor que aumentó la moral combativa del bando republicano fue la ayuda internacional. Después del abandono sufrido por sus aliados naturales, la República tuvo que acudir a cualquier estado o entidad que permitiera su aprovisionamiento legítimo de armas. México primero y después la Unión Soviética atendieron a las peticiones republicanas. La URSS había admitido, en principio, la política de no intervención en la confianza de que, sin ayuda exterior, Franco no podía alcanzar la victoria. Pero Italia y Alemania, signatarias del Acuerdo de no intervención, lo estaban convirtiendo en papel mojado y en una “farsa”, ante el silencio cómplice de Francia e Inglaterra. La URSS denunció esta situación y amenazó con ayudar a la República si no se cortaban los envíos fascistas de material de guerra. Ante la inhibición ostensible del Comité de Londres, Stalin decidió el abastecimiento de aviones, carros de combate y otras armas a la República, armas que llegaron en el momento decisivo, contribuyendo a la defensa de Madrid y al fracaso de las operaciones lanzadas por Franco hasta marzo de 1937.
Dentro de esta ayuda internacional fue también importante la formación de las Brigadas Internacionales. Desde el principio de la guerra habían venido a España miles de voluntarios que se enrolaron indistintamente en columnas nacionales o internacionales. En septiembre de 1936 la Internacional Comunista decidió encauzar estas iniciativas individuales mediante la creación de canales de reclutamiento, de envío e instrucción de los voluntarios y la formación de las Brigadas Internacionales. Una vez autorizadas por el Gobierno de Largo Caballero, se inició su organización en Albacete: desde el 14 de octubre comenzaron a afluir centenares de voluntarios que fueron distribuidos preferentemente en pueblos del norte de esa provincia: Madrigueras, Tarazona de la Mancha, La Roda, Pozorrubio, etc. La plana dirigente, compuesta por André Marty, Luigi Longo, Nicoletti, Zaisser y otros, dispuso los servicios centrales en la capital.
El 22 de octubre se constituyeron los cuatro primeros batallones, tres de los cuales –el Thaelman, el Dombrowski y el Franco-belga- formaron la XI Brigada Internacional. Ésta recibió la orden de acudir a Madrid el 5 de noviembre, llegando a la capital dos días más tarde. El domingo día 8, poco antes del mediodía, estos batallones desfilaron por la Gran Vía y otras calles de Madrid con un marcial orden de marcha. La gente los aplaudía con fervor y, equivocada, gritaba: ¡Vivan los rusos! El impacto fue grande y contribuyó a elevar la moral de resistencia de los madrileños. Ahora ya no se veían fatalmente solos: había mucha gente de todo el mundo que venía a ayudarles. Tras esta primera brigada se fueron formando la XII, la XIII, la XIV, la XV y la CXXIX Brigadas Internacionales. Existieron también algunos batallones de infantería y otras unidades repartidas en diferentes servicios del Ejército Popular.
La XI y la XII BI combatieron en Madrid desde noviembre hasta febrero de 1937. La XIII fue destinada en diciembre de 1936 a Teruel, a Motril en febrero y al Jarama en abril de 1937. La XIV combatió en Andalucía en diciembre y enero y fue enviada al Jarama en febrero. La XV, recién formada, entró en fuego el 12 de febrero. En resumen, cuatro brigadas internacionales participaron en la batalla del Jarama, donde alcanzaron su mayor renombre por la aportación decisiva al desbaratamiento de la ofensiva franquista.
5. LA BATALLA DEL JARAMA.
5.1. El inicio de las operaciones: 6-10 de febrero.
Al fracasar las ofensivas de diciembre y enero Franco decidió operar por el sureste de Madrid con el doble objetivo de controlar la carretera de Valencia y cortar los suministros de la capital. El operativo implicaba avanzar por campo abierto hasta Arganda y Morata de Tajuña para, a través de Loeches y Camporreal, llegar a Alcalá de Henares. La línea de arranque se situaba en la carretera de Andalucía, entre Getafe y Seseña; allí fueron acumulándose desde mediados de enero las diferentes unidades que iban a protagonizar la acción. Esta debería comenzar en la última semana de enero, pero las lluvias lo impidieron.
La ejecución correspondió a la División Reforzada de Madrid, dirigida por el general Orgaz, y compuesta por cinco grandes Brigadas y unos efectivos de 18648 soldados encuadrados en “28 unidades de infantería muy seleccionadas… Efectivos de alta calidad combativa, casi todos veteranos y curtidos en las más duras luchas habidas hasta entonces; pero además persuadidos de que en el Jarama se iba a decidir la suerte de Madrid”. [7] En realidad los efectivos aumentaron sobre la marcha, aunque fueron insuficientes. Se ofreció al mando italiano participar en la operación, pero éste rechazó la oferta por considerar que iban a estar a las órdenes de los oficiales alemanes que habían contribuido a diseñarla. Operaron, en cambio, tropas alemanas agrupadas en dos batallones de ametralladoras pesadas que vestían el uniforme de la Legión, dos compañías de carros, una batería del famoso cañón antiaéreo de 88 mm. y varios grupos de cañones antitanques.
A la par que el mando rebelde planeaba esta operación, el mando republicano tenía el proyecto inverso: atacar desde el frente de la carretera de Andalucía en dirección a Navalcarnero, Móstoles y Brunete con el fin de cortar el entrante franquista de Madrid. Pero en este caso los preparativos iban más retrasados, lo cual actuó al principio de forma desalentadora aunque, en un segundo tiempo, permitió movilizar las reservas con mayor celeridad. La línea defensiva era muy débil: “Tres batallones de 350 a 400 hombres ocupaban un frente de 16 km., de La Marañosa a San Martín de la Vega… en un estado paupérrimo de organización , armamento, medios de defensa y fortificaciones”. [8]
Un día antes del ataque principal la V Brigada de García Escámez se lanzó sobre Ciempozuelos, sorprendiendo a la XVIII Brigada republicana que perdió unos 1300 hombres. El 6 de febrero se rompió definitivamente el frente: la I Brigada dirigida por Rada avanzó desde Pinto sobre La Marañosa; la II Brigada de Sáenz de Buruaga tomó Gózquez de Arriba y la IV dirigida por Asensio Cabanillas avanzó sobre San Martín de la Vega sin tomarlo.
Frente a estas brigadas bien nutridas y pertrechadas había tan sólo dos brigadas incompletas: la XLVIII a la derecha y la XVIII a la izquierda, en Ciempozuelos. Juntas no llegaban a reunir 3000 hombres. Fueron desbordados por la contundencia del ataque franquista que, en los dos días siguientes, adelantaron las posiciones hasta ocupar la línea del Jarama y el vértice Coberteras y el Espolón de la Marañosa, desde los cuales batían cinco kilómetros de la carretera de Valencia cortando el tránsito por ella.
El mando republicano no tenía clara la principal dirección del ataque franquista: inicialmente pensó en un ataque por el lindero este de la ciudad, lo que le llevó a acumular más tropas en la línea del Manzanares, de Villaverde a Vaciamadrid, frente a cargo de la 4ª División dirigida por Modesto. Se destinó a la XIX brigada a cubrir ese primer sector, mientras que la XXIII fue enviada al sector del Jarama. También se puso en estado de alerta a la XI, la XII y la XV BI. Ésta no había terminado su preparación pero urgía mandarla al frente a donde partió el 7 de febrero. La XII, que se recomponía en el Cuartel de Artillería de Vicálvaro, fue enviada a la estación de Montarco (actualmente junto a las urbanizaciones de Rivas) para finalmente ser situada junto al puente de Arganda. La XI BI tuvo que partir de Murcia rumbo a Morata de Tajuña donde esperó las órdenes para entrar en liza, cosa que ocurrió el 12 de febrero. Cuando el mando republicano se percató de que el avance franquista iba a encaminarse más al este, por el Jarama, creó la Agrupación de Arganda, a cargo del coronel Mena, con las brigadas preexistentes y otras añadidas.
5.2. El paso del Jarama y el avance sobre la meseta de Morata. 11-15 de enero.
En la madrugada del 11 el Tabor de Regulares de Ifni tomó, mediante un audaz golpe de mano, el puente de Pindoque, perteneciente al ferrocarril de vía estrecha que conducía a la azucarera de La Poveda, en Arganda. Las fuerzas de la III Brigada de Barrón atravesaron con rapidez el río y, mediante un ataque impetuoso, ascendieron a las colinas próximas al vértice Pajares, situado a la derecha de la carretera que sube a Morata. Al día siguiente la Brigada de Asensio ejecutó una acción similar en el puente sobre el Jarama de la carretera de San Martín de la Vega a Morata; enseguida envió unas vanguardias para ocupar el Pingarrón. Barrón intentó también ocupar el puente de Arganda, en la carretera de Valencia, pero se lo impidió una reacción del batallón Garibaldi. La XII BI y las unidades de tanques que dirigía el general Paulov demostraron a Barrón que el avance por el valle era inviable. En esta tesitura, el mando franquista decidió avanzar hacia Arganda por la línea de Morata y Perales del Tajuña, para lo cual tenía que ocupar y dominar el altiplano o meseta que separa al valle del Tajuña del valle del Jarama.
El coronel Mena, responsable de la Agrupación Arganda, distribuyó lo mejor que pudo las escasas fuerzas de que disponía o que apresuradamente iban llegando. Entre éstas hay que mencionar a la XI BI – que situó en torno al alto de la Radio, a la altura del Km 9 de la carretera del puente de Arganda a Morata – y a la XV BI, a la que encargó taponar el avance por la carretera de San Martín de la Vega a Morata. Estas Brigadas, junto con la I, la V y la XVII Brigadas españolas, cumplieron su cometido de frenar el avance franquista. Durante los días 12 al 15 de febrero las vanguardias de Barrón, Sáenz de Buruaga y Asensio intentaron perforar el frente, alcanzar Morata y Perales de Tajuña y proseguir la marcha hacia Loeches, Camporreal y Alcalá de Henares. Fueron parados en seco. A partir del 17 las tropas republicanas pasaron a la contraofensiva intentado eliminar la cabeza de puente fascista sobre el Jarama. Esto se tradujo en un feroz forcejeo de poder a poder que acabó en tablas el 27 de febrero. Las fuerzas de Franco no progresaron pero mantuvieron la línea que habían alcanzado el día 15.
5.3. La XV Brigada Internacional en acción
La XV BI había comenzado a formarse a principios de enero. Estaba dirigida por el general Gal, un comunista de origen húngaro, y formada por dos batallones españoles, el 21 y el 24, y cuatro batallones internacionales: el Británico, el Seis de febrero (franco-belga), el Dimitrov (con voluntarios de los países balcánicos) y el Abrahan Lincoln (de mayoría norteamericana y con grupos de sudamericanos, canadienses e irlandeses). El Jefe de Estado Mayor era George Nathan, un ex-oficial del Ejército británico, y el Comisario político el comunista yugoslavo Vladimir Copic.
El 7 de febrero salieron de sus bases al norte de Albacete rumbo a Chinchón. El 11 recibió la orden de tomar posiciones en el altiplano de Morata. A la mañana siguiente marcharon temprano hasta el cruce de la carretera de Morata a San Martín. Los miembros del Batallón Británico descendieron en la zona del Parador de Frascuelo, una venta situada a medio kilómetro del cruce; allí tomaron pan y café y llenaron sus cantimploras. Al frente de los británicos se encontraba Tom Wintringham, otro ex-oficial británico, veterano de la primera guerra mundial. El general Gal dispuso el siguiente orden de combate: los batallones debían atravesar el altiplano e iniciar con precaución el descenso hacia el valle del Jarama; desconocía que las tropas de Asensio habían tomado el Puente de San Martín aquella misma noche y avanzaban presurosamente hacia el altiplano.
6. TESTIMONIOS DE VOLUNTARIOS DE LA XV BI
Los siguientes relatos están escritos por los propios protagonistas, responden a las vivencias que guardaban en su memoria en los días que los escribieron. Todos ellos componen una narración coral en la que adquiere mayor protagonismo el Batallón Británico, la unidad que defendió la Colina del Suicidio y que aguantó el embate de las tropas franquistas en los sangrientos días 12, 13 y 14 de febrero. Los demás batallones de la XV BI participaron con no menos espíritu de entrega y valentía; tendrán quien las recuerde.
La mayoría de los siguientes textos están tomados del “Libro de la XV Brigada”. Esta publicación, escrita por los propios combatientes de la unidad, fue coordinada por el periodista y republicano irlandés Frank Ryan. [9] Éste fue el impulsor de la ayuda irlandesa a la España republicana y se convirtió en el líder de los cerca de doscientos voluntarios que vinieron a defender la República asediada por el fascismo. Durante la batalla del Jarama, Ryan actuó como comisario político y tuvo un papel decisivo, como se verá en el relato que él mismo hace de los sucesos del 14 de febrero. “El Libro de la XV Brigada” fue editado por el Comisariado General de las Brigadas Internacionales que dirigía Luigi Longo desde su sede en la calle Velázquez, 63. Salió a la luz en febrero de 1938 con un prólogo de Frank Ryan. Una vez terminado su trabajo, Ryan partió inmediatamente para el frente amenazado de Aragón. Allí se reintegró en el batallón británico el día 30 de marzo; al día siguiente fue capturado en una emboscada tendida por las tropas italianas de las Flechas Negras. Enviado al campo de concentración de San Pedro de Cardeña, fue condenado a muerte. Su sentencia fue conmutada gracias a la presión irlandesa e internacional.
1. Llegada del Batallón Británico al campo de batalla
Tom Wintringham, Jefe del Batallón Británico.[10]
La rabia y el miedo dominaban la mente del oficial que mandaba el Batallón Británico cuando vio a sus tres compañías de fusiles trepando a las crestas situadas al sureste de Madrid. Estaban cumpliendo bien las órdenes y se encontraban ya lejos de su control directo. Había conseguido que comenzaran la marcha al frente en correcta formación y mantenían la mitad de las fuerzas en la reserva, marchando por detrás de las secciones que iban en vanguardia. Les veía capaces de correr hacia lo desconocido y esperaba que las instrucciones impartidas les capacitaran para enfrentarse a cualquier peligro. De pronto, todo se echó a perder: las tres compañías se habían juntado demasiado y ejecutaban un movimiento no previsto. No tenía medios para comunicarse rápidamente con ellos: él se encontraba en lo alto de un cerro que dominaba una vaguada y sus hombres estaban ya lejos, sobre las crestas situadas sobre un valle desde el cual venía ahora el ataque…
Hasta ese momento todo había ido muy bien. El día anterior le habían comunicado la posición que su batallón debía ocupar antes de entrar en acción. A pesar de las precipitadas preparaciones de última hora – los escasos cascos de acero utilizables, las cantimploras, la limpieza de fusiles… – había conseguido disponer de una hora para acercarse a su posición y elegir el mejor sitio donde colocar la cocina y la intendencia del batallón: una granja enorme y laberíntica. [11] Viajó en un camión de transporte del batallón que descargó allí mismo algunos suministros. Llevó consigo a varios cocineros para que sus hombres tuvieran bebida caliente nada más llegar, fuera de día o de noche. También se había llevado a los cartógrafos del batallón pero, desgraciadamente, nada más llegar empezó a caer la noche, por lo que apenas tuvieron tiempo para echar un vistazo a la zona donde iba a operar el batallón, un territorio situado al oeste de la granja.
Aun con los exasperantes retrasos típicos de todo transporte de tropas, sus hombres llegaron a la granja a las siete de la mañana desde su campamento de Chinchón, distante unos 24 Km. Les habían hecho levantarse una hora antes de partir y no tuvieron que esperar más de una hora a los camiones. Las compañías fueron distribuidas en los alrededores de la granja, ocultas entre los olivos, y se les dio un refrigerio. Luego se tomaron un descanso bajo el sol de la mañana. Cuando llegó el Jefe de la Brigada con su personal, sólo vio al Jefe del batallón y a algunos ordenanzas. “Pero ¿dónde están tus hombres?”, preguntó. “A nuestro alrededor”, contestó. El general Gal miró, incrédulo, a su alrededor y luego gruñó con satisfacción. El jefe del batallón hizo un informe completo de la situación y le dijo estar ya dispuesto a entrar en acción. Enseguida comenzó un somero examen del terreno que se extendía hacia el oeste.
Hosco y ceñudo, Gal espetó: “Avanzaréis en esta dirección”, apuntando con su voluminoso dedo una línea marcada en el mapa con lápiz azul. El jefe del batallón no pudo ver la escala del mapa. Pidió un mapa o, al menos, un croquis para su uso y sólo recibió un gruñido por respuesta. Sobre aquel mapa se veían tres gruesas líneas de color azul. El voluminoso dedo se movió de la línea de la izquierda, que marcaba el batallón inglés, hacia la derecha: “Franco-belgas”, dijo. Un oficial dijo que ese batallón ya había salido por la mañana sin tomar café. Todo el día, así pues, estuvieron luchando con los estómagos vacíos. El dedo se movió a la línea central, más corta que las otras, y dijo: “Dimitrov”. Este batallón – compuesto por checos, austriacos, italianos y balcánicos – debería ser la reserva de la Brigada. El mapa era muy anticuado: las colinas no estaban marcadas con curvas de nivel sino con manchas de color marrón y estaba lleno de una especie de gusanitos marrones reptantes. Estas colinas tenían pendientes más pronunciadas al sur de la carretera – allí los gusanitos estaban remarcados –, donde los ingleses debían operar.
El jefe del batallón dio la orden de marcha a sus hombres ¡Era perfecto! Nunca se había movido el batallón de forma tan desenvuelta en sus maniobras. Deslizándose sobre su trasero roca abajo, el jefe del batallón dijo a un cartógrafo sudafricano que no se había visto mejor Cuerpo de ejército inglés sobre suelo español desde los tiempos de Wellington. El indisciplinado hombre de las colonias contestó como lo suelen hacer los hombres de las colonias. El jefe del batallón dio por entendido que, aun no habiendo acuerdo en la forma, al menos lo había en el fondo.
En sólo cinco minutos todo comenzó a cambiar. Una figura delgada, bastón en mano y fumando en pipa vino balanceándose colina abajo del otro lado de la carretera. Era George Nathan, Jefe del Estado mayor de la XV Brigada; se le podía identificar a una milla de distancia por sus andares, su porte, su bastón, su pipa, su chaqueta de oficial británico y por los pantalones bombachos de color claro y bien cortados. “Tu batallón se retrasa un tanto, Tom”, dijo como si estuviéramos en un desfile o parada militar. “Le he dicho a Conway que apriete el paso y gire un poco a su izquierda. Le he dado un mensaje que tiene que pasar a O.[12] Mantenlos pendientes del flanco izquierdo, pero estate atento por si tienes que hacer girar a todo el batallón a la derecha. El combate principal, por lo visto, se está desarrollando al norte, por allí”, dijo moviendo su bastón y señalando la zona de árboles del otro lado de la carretera, al noroeste de nuestra posición. Luego, se fue andando lentamente a la carretera, donde le esperaba su coche.
A unos cien metros de su coche disparaban tres piezas españolas de artillería ligera. El jefe del batallón pensó que estarían bombardeando el puente sobre el Jarama. Las líneas azules marcadas en el mapa que le había dado el general Gal convergían en ese puente. Recordó que el puente había estado en nuestras manos el día anterior. Las flechas del mapa y el fuego de artillería indicaban que lo habíamos perdido.
Pero, ¿y nuestra ofensiva? Estaba claro que los fascistas se nos habían adelantado, que la ofensiva sobre la que tan cautamente habíamos hablado en las semanas anteriores se había convertido en un contraataque o, quizás, en un movimiento defensivo… Con estos pensamientos en la cabeza, el jefe del batallón iba aproximándose a sus hombres. El final de la meseta ya no era de tierra desnuda; estaba cubierta de olivos. Llegó a una carretera que discurría a un nivel inferior a la meseta…
Las órdenes del Mayor Nathan a las compañías de Conway y de O. fueron confirmadas por los oficiales de la brigada que estaban sobre la carretera. O. tenía que avanzar sobre su izquierda y girar hacia el sur, colocando su flanco derecho a la distancia de un kilómetro de la carretera. Al salir del olivar, vio un valle y varias colinas, un terreno accidentado y con bosquecillos al fondo del cual se atisbaba el valle del Jarama… La compañía de O. salvó una pequeña vaguada y subió a la colina de la Casa Blanca.
Conway, un irlandés con un enorme entusiasmo, adelantó a su compañía y la puso en línea con el resto. Dejó de ser nuestro grupo de reserva. Al llegar a la cresta del borde de la meseta divisó, enfrente y un poco a la derecha, un cerro [13] al que Conway consideró una posición interesante, por lo que se dirigió hacia allí. Ese movimiento implicaba aumentar la distancia entre su compañía y la de O. El jefe del batallón, recién llegado a la cresta, pensó que, si mal estaba perder la compañía de reserva al adelantarla a la primera línea, peor aún era que esa compañía escogiera una posición tan alejada a la derecha, por lo que le ordenó girar a la izquierda. Así hizo Conway: giró casi en ángulo recto y emplazó su compañía contigua a la de la O. Una vez finalizados todos esos movimientos, las tres compañías de infantería británicas se encontraban emplazadas sobre una cresta de roca y tierra española sobre las que pronto empezaron a caer las primeras balas del enemigo…
Siempre que he estado con supervivientes de aquella batalla… salía enseguida este tema. Casi todos estiman, en esas conversaciones, que aquella posición era indefendible, que no se debía haber dejado a aquellas tres compañías allí; (…) otros echan la culpa al problema ocurrido con las ametralladoras de Fry o al mal funcionamiento de las ametralladoras Colt y Chauchat… Los argumentos varían; pero los sentimientos de los que sobrevivieron a aquellos combates pueden resumirse en el nombre que dieron a aquella posición, un nombre que, a partir de ahora, utilizaré en este escrito: la Colina del Suicidio.[14]
Mientras que las tres compañías se asentaban en sus posiciones de la Colina del Suicidio, el jefe del batallón, de pie sobre el borde de una cresta prominente, con los olivos a su espalda y un verde valle al frente, pudo admirar y escrutar palmo a palmo, con sus prismáticos, el amplio panorama que se le ofrecía… Entre las pendientes situadas a la derecha y la colina de la Casa Blanca, a la izquierda, se veían al fondo los pronunciados cantiles sobre el Jarama. Más allá, entre la neblina, Madrid. La gran ciudad mostraba algunos de sus blancos edificios. A lo largo del día pudimos ver con mayor nitidez aquel bastión inexpugnable de la República. Su presencia ostensible y el recuerdo de la carretera que discurría a nuestras espaldas, la carretera que alimentaba a Madrid, dejaban clara la importancia de la lucha que íbamos a sostener. Más allá, como suspendidos en el aire, se veían los picos nevados que protegían aquella ciudad por el norte. El puente sobre el Jarama no se veía al estar tapado por el cerro. A la izquierda de éste volvía a verse el valle por el que transcurría el río.
La conclusión que sacó de este examen fue poco tranquilizadora. Justamente a su derecha el terreno declinaba suavemente hacia la carretera. Podía verlo al completo si se ponía de pie, pero la intensificación de los disparos le obligó a permanecer tumbado. La carretera estaba vacía. El grupo de oficiales de Estado mayor se había ido. El grupo de las ametralladoras también había retrocedido. La carretera quedaba parcialmente oculta por un cerro (knoll). No se oían disparos provenientes de la carretera, pero aquel silencio sugería que las ametralladoras enemigas, escondidas tras el cerro, podían entrar en fuego de un momento a otro.
Más allá de la carretera, silueteando el horizonte a nuestra derecha, se veía una pendiente con árboles en la que tampoco se apreciaban movimientos. De aquella dirección sí llegaba el sonido de las ametralladoras; se distinguían fácilmente a las ‘Colt’ por su sonido gutural y su ritmo sincopado, pero el mayor ruido provenía de otras que disparaban claramente en dirección nuestra y que producían un inconfundible sonido sordo y rápido (‘pat, pat’). Los franco-belgas estaban combatiendo en aquellas pendientes situadas al otro lado de la carretera. Parte de sus fuerzas estaban actuando delante del puesto de mando de nuestro batallón. Se encontraban sobre el cerro y en sus laderas. De allí venía el sonido impreciso de una ametralladora Chauchat. Algunos hombres de ese grupo comenzaron a retroceder a través del valle.
Marcha de las compañías del B. Británico desde la Cookhouse hasta el sector encomendado
2. El batallón Británico entra en acción: día 12
Narraciones de diversos miembros del Batallón tomadas de The Book of the XVth Brigade
En la mañana del 12 de febrero, partimos muy temprano de Chinchón en camiones. Sabíamos que el frente estaba cerca. El día anterior, mientras esperábamos órdenes, habíamos podido escuchar el estruendo de la artillería y el tableteo de las ametralladoras. De vez en cuando habíamos visto tanto a nuestros aviones como a los del enemigo. A las cinco y media de la mañana desmontamos cerca del punto donde la carretera de Morata a San Martín de la Vega se cruza con la de Chinchón a Madrid. Los cocineros ya habían ocupado una casa que está cerca del cruce, por lo que a partir de entonces sería conocida como “The Cookhouse” (la Cocina del Batallón). Aquella fría mañana de febrero el café caliente fue muy bien recibido.
El capitán Tom Wintringham estaba al mando del batallón. George Aitken era el comisario. No disponíamos de mapas y teníamos poca información de lo que estaba sucediendo. Sabíamos que los fascistas habían avanzado en los seis días anteriores, que habían cruzado el río Jarama y que intentaban cortar la carretera de Madrid a Valencia. Suponíamos que en algún sitio, por delante de nosotros, tenía que haber una línea de frente. Creíamos que nosotros éramos tropas de reserva; pero de hecho, como pudimos comprobar horas más tarde, las tropas que habían estado en el frente antes que nosotros, habían sido barridas. Al final nos dimos cuenta de que la penetración fascista era, en realidad, una gran ofensiva.
A las diez de la mañana llegó un correo: “Ya vienen los fascistas”, nos dijo. El batallón, que había estado guarnecido en un olivar, formó de inmediato y avanzó en dirección a San Martín de la Vega en compañías. Subimos empinadas pendientes cubiertas de aliagas, tomillo y salvia salpicadas con algunos olivares y viñedos. Al atravesar una pequeña vaguada oímos gritar: “¡Aviones!” Nos echamos de bruces y aguardamos. Tuvimos suerte; los aviones fascistas pasaron de largo sin vernos.
Era un día bastante caluroso y la subida se hizo algo fatigosa. Hicimos un alto y dejamos las mochilas en un sitio donde recogerlas más tarde. Proseguimos la marcha y, cuando ya casi habíamos alcanzado la cresta de las colinas, oímos de nuevo el grito: “¡Aviones!”. Nada más ver aparecer a los aviones fascistas, pudimos ver cómo otra escuadrilla de aviones, esta vez de los nuestros, bajaban en picado a su encuentro. Dieciocho aviones intervinieron en aquel combate. Los hombres apretaban sus espaldas al suelo para poder contemplar la lucha que se desarrollaba sobre nuestras cabezas. Bajaban hasta casi tocar el suelo, volando ladeados; podíamos escuchar el viento silbando entre los cables y puntales de los aviones. A intervalos se oía el tableteo de las ametralladoras. Al poco tiempo vimos que un avión fascista se precipitaba en tierra con su cola envuelta en humo y en llamas. Poco después le siguió otro avión. Los que quedaban se retiraron, pero la persecución continuó sobre el territorio enemigo.
Nuestros hombres reanudaron la marcha, ahora cantando. Alcanzamos la última cresta de la cadena de cerros y nos encontramos al borde de un amplio valle. A nuestra derecha, paralela al sentido de nuestro avance, se encontraba la carretera que iba a San Martín de la Vega. Al otro lado, a la derecha de la carretera, estaba el batallón franco-belga 6 de febrero, y más allá, el batallón Dimitrov. Veíamos a los franco-belgas a través de los olivos, pero entre ellos y nosotros había una separación de unos quinientos metros. Colocamos la compañía de ametralladoras a la derecha de nuestra posición. Desde el primer momento, y durante los días que siguieron, ese grupo dejó clara su importancia en el desarrollo de los acontecimientos.
Detrás de nuestras posiciones, paralela al borde del cortado que dominaba el amplio valle, discurría un camino a cubierto de las balas enemigas (“Sunken road”). En ese camino se emplazó el puesto de mando del batallón. Las compañías avanzaron sobre la cabecera del valle: unas se instalaron a la derecha, sobre una colina avanzada (Conical hill), y otras a la izquierda, sobre una colina cubierta con árboles y coronada por una casa blanca con tejado de tejas rojas (White House hill). De esta manera comenzó nuestro despliegue sobre el valle del Jarama; el río discurría al fondo y era el objetivo fijado para aquel día. Desconocíamos las fuerzas que estaban en nuestro flanco izquierdo, por eso nuestros hombres tenían instrucciones de vigilarlo con mucho cuidado.
De pronto aparecieron los fascistas. Un batallón avanzaba directamente hacia la colina de la Casa Blanca. Detrás de él, se veía a otro aprestándose para el ataque. Los franco-belgas, a nuestra derecha, entablaron combate al mismo tiempo que nosotros. Nuestras compañías formaron rápidamente una línea de defensa. De haber tardado sólo diez minutos en ocupar las dos colinas los fascistas las habrían tomado y hubiesen salvado el último obstáculo importante entre ellos y la carretera de Madrid a Valencia.
En nuestras posiciones había unos cuatrocientos hombres distribuidos en las compañías 1ª, 3ª y 4ª. La 2ª compañía era una compañía de ametralladoras que estaba en la cresta que dominaba la carretera del puesto de mando. Como no disponíamos de herramientas para hacer trincheras, muchos hombres tenían que arrodillarse o incluso permanecer de pie para hacer fuego desde aquellas pendientes pronunciadas.
No teníamos ni una sola ametralladora ligera en la línea de frente y de las ametralladoras pesadas sólo una estaba lista para entrar en acción ese día. Quedaban otras ocho que estaban siendo traídas desde la retaguardia. La dura marcha y el terreno escabroso habían causado un gran retraso. Cuando, por fin, llegaron, vimos que había poca munición, ya que se había perdido el camión que tenía que traer las cajas. Aún nos ocurrió un desastre peor: las cintas de munición enviadas estaban cargadas con balas de calibre distinto. Tuvimos que vaciarlas y volver a cargarlas a mano con balas apropiadas, todo ello bajo el fuego enemigo. Las ametralladoras eran de un modelo antiguo utilizado en la Primera Guerra Mundial y necesitaban una munición especial; ésa fue la causa del error de las cintas de ametralladora. Otras unidades disponían de modelos más modernos que utilizaban balas normales de fusil. Cuando las ametralladoras pudieron entrar en acción la tarde estaba ya muy avanzada: aunque ya era muy tarde para salvar el día podíamos, al menos, ganar algo de tiempo.
En resumen, desde la mañana hasta el anochecer se libró un desigual combate entre nuestros fusileros y un enemigo numéricamente superior, bien equipado con fusiles automáticos, ametralladoras, artillería y tanques. Desde nuestro puesto de mando veíamos el panorama que se desarrollaba ante nosotros. A través de los árboles podíamos entrever, al otro lado de la carretera, al batallón 6 de febrero que soportaba una fuerte presión. De pronto nos percatamos que ese batallón retrasaba sus posiciones ya que, desde la zona de árboles poco antes ocupada por ellos, comenzaba a salir fuego de ametralladora que caía sobre nuestro puesto de mando y sobre la colina cónica. Al rato, esas ametralladoras se acercaron aún más, al ocupar un cerro situado a unos quinientos metros a la derecha de la colina cónica: desde allí tenían a tiro a todo el batallón. Mientras tanto, el ataque frontal sobre la colina cónica, defendida por la 1ª compañía, y sobre la colina de la Casa Blanca se intensificó y fue acompañado por el fuego de artillería. Nuestra batería de artillería se recalentó y tuvo que retirarse.
El furioso combate duró cuatro horas. El fuego corto de las ametralladoras ligeras de los fascistas y el de las armas pesadas que disparaban por encima de sus cabezas fue muy intenso. “Peor que en el Somme”, dijeron algunos de los veteranos que habían sobrevivido a aquella batalla. Sobre los soldados caían franjas enteras de vegetación; los que levantaban la cabeza para disparar recibían un tiro en plena cara. En un momento determinado los moros llegaron a estar tan sólo a treinta metros de nuestra línea.
En las primera horas no recibimos noticias de las compañías en el puesto de mando. Más tarde descubrimos la razón. El enlace que envió la Brigada no encontró nuestro puesto de mando, por lo que fue directamente a la línea de frente y comunicó a los hombres que tenían que “resistir a toda costa”. Y ellos aguantaron. En el puesto de mando pensábamos que se estaban produciendo numerosas bajas. Era una impresión engañosa causada por no ver moverse a nuestros hombres, porque se retiraban pocos heridos y porque los oficiales se movían casi despreocupadamente entre aquella lluvia de balas y obuses.
La ruta de comunicación entre el puesto de mando y el frente estaba batida por el fuego de las ametralladoras y muy pocos enlaces lograban cruzarla. A primeras horas de la tarde vino un emisario desde la colina de la casa blanca para pedir refuerzos. Se le dijo de que su jefe podía, si lo consideraba necesario, replegar a los hombres a la línea de las crestas,ya que el puesto de mando se iba a situar en una posición más retrasada. Volvió a solicitar una orden escrita afirmando: “No nos moveremos de allí a menos que se nos dé”. Se le dio la orden pero, incluso con ella, en la mente de aquellos hombres, que no conocían la palabra derrota, pesaba más la orden de la Brigada de “resistir a toda costa”. Algunos habían comenzado a retirarse, pero decidieron retornar al ver que los hombres de la 1ª compañía seguían en sus puestos en la colina cónica.
A media tarde nos llegó un mensaje escrito. El enlace se había perdido por entre los árboles al tratar de evitar el fuego cruzado. El comandante lo recibió tres horas más tarde de que lo escribiera Briskey, el jefe de la 3ª compañía. Nos decía que Kit Conway, el responsable de la compañía irlandesa, había sido gravemente herido; que Ken Stalker, su sustituto en el mando, había muerto; que Briskey “iba resistiendo bien” con lo que restaba de las dos compañías, pero que necesitaba ayuda. Cuando por fin recibimos el mensaje, Briskey ya había muerto.
Al atardecer, tras una defensa heroica de cuatro horas, con los proyectiles de los tanques y la artillería contraria machacando el terreno y con las ametralladoras de los moros disparando a quemarropa, los supervivientes del batallón evacuaron la colina. Los hombres que aún estaban vivos comenzaron a replegarse hacia la cresta situada al borde del valle. Disputaron cada palmo de terreno con los cañones del fusil al rojo vivo.
De los cuatro capitanes de las compañías, Conway y Briskey habían muerto, Overton estaba fuera de combate y sólo Fry, capitán de la 2ª compañía de ametralladoras, quedaba activo. Fry y Fred Copeman, este último con la mano herida, luchaban contra el reloj para poner a punto las ametralladoras. Cuando comenzó a oscurecer, arrastraron las ametralladoras hasta la posición en que había estado el puesto de mando. Tenían sólo una cinta de munición cada uno. La colina cónica y la colina de la Casa Blanca ya estaban desalojadas. Nuestros hombres se retiraban por la izquierda, al amparo de los olivos. Los moros aparecieron junto a la colina cónica y la rebasaron. Con sus ametralladoras barrían el olivar y trataban de cortarles el paso antes de que alcanzaran la posición convenida. Fue entonces cuando empezaron a rugir nuestras ametralladoras. Durante tres minutos dispararon al unísono. Un batallón completo de moros fue sorprendido a descubierto recibiendo fuego desde un ángulo inesperado para ellos. Su ataque acabó allí mismo, con grandes montones de cadáveres. La mitad pudo ponerse a cubierto ya que no tuvimos tiempo de rellenar más que una cinta de munición para cada ametralladora.
Un nuevo grupo de fascistas, esta vez alemanes armados con ametralladoras, apareció sobre la colina de la Casa Blanca. Los que se estaban retirando sufrieron numerosas bajas. Fry y Copeman, mientras tanto, rellenaban las cintas de munición con el mismo laborioso proceso manual. Volvieron a rugir nuestras ametralladoras y el fuego de los alemanes fue acallado para siempre. Los últimos en llegar fueron los hombres del grupo de Sam Wild. En su retirada trajeron consigo a los heridos. Sam, con cinco balas en un costado, y el joven Brooks, también herido, venían apoyándose el uno en el otro.
Cuando la noche cayó, se unió a nosotros una compañía de soldados españoles. Sus ametralladoras y las nuestras montaron guardia, punteando la noche con ocasionales puñaladas de roja llama. Por la carretera fuimos recogiendo a algunos de nuestros hombres que se habían perdido entre los olivos y se habían unido a la primera unidad que habían encontrado. Otros fueron retornando en los días siguientes a nuestro batallón. Llegó el camión de víveres y pudimos tomar nuestra primera comida del día desde el café de la mañana.
Así terminó el primer día de combate. De los cerca de seiscientos hombres, quedaban menos de doscientos; otros cien fueron apareciendo en los dos días siguientes. El resto o estaban heridos o muertos. Había sido una terrible matanza. ¿Qué habíamos conseguido en compensación? Se habían cometido algunos errores: la falta de ametralladoras durante todo el día, la chapuza de la munición de las ametralladoras, las malas comunicaciones con la línea de fuego… Y sin embargo, el error de no seguir las reglas que marcan los manuales militares fue nuestra gloria aquel día.
La tenaz insistencia de nuestros hombres en no ceder ni una pulgada, su aguante ante una potencia de fuego abrumadoramente superior, el valor demostrado en aquellas posiciones insostenibles, su rechazo a admitir que estuvieran vencidos… Todos éstos fueron los factores que pudieron frenar a los fascistas por primera vez tras seis días consecutivos de campaña victoriosa. Todavía nos darían golpes tremendos en los días siguientes. Pero ya no volverían a arrasar como lo habían hecho antes. Ése fue nuestro logro: romperles el impulso de la ofensiva. Aguantamos su embestida y los frenamos.
La muerte de Kit Conway
Por James Prendergast
12 de Febrero, mediodía. Acabábamos de atravesar a paso rápido el cuello de botella de un valle y comenzábamos a desplegarnos. Me habían encargado que localizara un puente, nuestro objetivo. Justamente entonces nos vimos bajo el fuego directo enemigo. Los hombres se apresuraron a ponerse a cubierto entre la maleza pero, una vez tumbados, nos dimos cuenta de que no teníamos visión al frente. Durante un tiempo tuvimos que disparar poniéndonos de pie. De pronto, Peter Daly gritó que estaban avanzando a nuestra izquierda. Me giré y concentramos el fuego sobre ellos a una distancia de unas quinientas yardas.
Pero el fuego fascista, procedente ahora del frente y los flancos, era ahora muy intenso. Por todos lados caía gente. El que estaba a mi lado también cayó. Alguien gritó llamando a los camilleros. Goff se desplomó con la mano en su cabeza. Su cara estaba lívida. Se libró por los pelos; tenía el casco abollado. Kit estaba en todas partes a la vez, dirigiendo el fuego, animándonos a todos. El fuego era tan intenso que nadie estaba seguro de lo que podía pasar. Ya no volvimos a sentir miedo; de nada servía estar asustado. Un español, que no sé como se había juntado a nosotros, se puso a mi lado. El arbusto que acababa de abandonar estaba pelado por una ráfaga de balas. Me miró y se rió. Nos movimos hacia la derecha, hacia un terreno más elevado para conseguir un mejor campo de tiro. Tomamos nuevas posiciones. Vi a Paddy Duff retrocediendo; le habían dado en una pierna.
A nuestra izquierda explotaban los proyectiles. ¡Dios bendito! ¡Si caen sobre este terreno desnudo estamos acabados! Aviones en vuelo rasante vienen rechinando hacia nosotros. Ahora sí que va esto en serio. Pasan sobre nosotros y de repente están de vuelta con nuestros cazas a sus colas. Gritamos unos vivas apagados. Si ahora abandonamos esta posición, los fascistas romperán el frente y llegarán a la carretera. Así pues, tenemos que quedarnos aquí, aunque el fuego fascista se está comiendo, literalmente, la cima de la colina. Hombres de tres compañías están ahora aquí sobre la colina. Las cosas están un poco embarulladas. Kit se hace cargo del mando. Según subo por la colina, Jack Taylor, un Cockney gigante con quien pasé una noche inolvidable en Figueras, está vendando a un camarada herido. “¿Muy grave?”. “Inconsciente. Saldrá de esta, supongo”. Veo sangre en el trasero de los pantalones de Jack. Dice que la bala sólo le ha hecho un rasguño y que no va abandonar.
Me coloco en una nueva posición de tiro. Mi rifle está quemando. Kit se acerca. Veo en su cara regueros de sudor que surcan el polvo. Me pasa una nota. Es del puesto de mando de la Brigada diciéndonos que debemos mantenernos a toda costa. Me dice que transmita estas instrucciones a la sección de nuestro flanco izquierdo; antes de marchar miro por los prismáticos. Los moros se acercan, reptando, por la parte izquierda. ¿Dónde están nuestras ametralladoras? Me voy al ala izquierda y entrego el mensaje. Me dicen que el resto de los hombres está junto a la Casa Blanca. Me acerco a la casa. Parece como si mil abejas me zumbaran en la cara; así es como averiguan el peso de un hombre en plomo antes de matarlo. Llego al patio y grito. No hay respuesta. Ni un ruido desde el interior. Salto una pared baja y entro. Ahí están, todos muertos. Tiemblo al retirarme, pero me voy volviendo cada vez más imprudente.
Ya no tengo miedo. ¿Por qué? No lo sé. Alguien me llama por mi nombre. Es Pat Smith. Hilos de sangre corren por su cabeza y brazo. Tom Jones de Wexford está allí. Buen hombre este Tom. Siempre vendando al hombre que cae. Un héroe. Me dice que Goff y Daly han caído. Me acerco a la cima de la colina desde donde Kit dirige el fuego. El también dispara con un fusil y de vez en cuando hace un alto para dar instrucciones. De pronto grita – el fusil ha saltado de sus manos dando vueltas – y cae de espaldas. Le colocamos sobre una manta. Ya no quedan camilleros. Su voz se rompe con agonía. “Muchachos, haced todo lo que podáis, ¡no os rindáis!” Lágrimas humedecen nuestros ojos. Muchos son de otras compañías. Pero todos recuerdan al “Kit” de Córdoba y Madrid. Por su valiente liderazgo se ganó la admiración de todos. Es retirado. Miro a Ken Stalker. Es el único hombre con experiencia que queda. Corro hacia él y asume el mando.
Veo a los tanques fascistas avanzando por la carretera situada a nuestra derecha. Los moros nos están barriendo por el frente y por las alas. Ahora no vamos a rendirnos. Corro hacia un puesto de tiro. De repente, me veo volando por los aires. Algo tremendo me ha golpeado en el costado. No puedo respirar. Alguien me está vendando… En la ambulancia, encuentro a Kit. Sufre una terrible agonía y casi no puede hablar. “¿Cómo está el resto?”, repite constantemente. A la mañana siguiente me dicen que nuestro gran jefe ha muerto.
Carta desde las trincheras
Bill, miembro de la compañía de Kit Conway
Sean, tú sabes lo que Kit ha sido para mí. Así podrás entender cómo me siento ahora. Casi no puedo escribir esta carta. En pocas palabras, Kit siempre fue por delante de todos nosotros. Se sacrificó en silencio por la causa de los pobres y de los oprimidos de nuestro país; al final dio su vida. No pudo dar algo mejor. Kit fue siempre un gran soldado y un amante de la justicia. Aunque su permanente sonrisa ya no pueda reconfortarnos en estas luchas, su recuerdo nos dará fuerzas. Echarnos atrás ahora sería traicionarle. Sobre su tumba, y sobre las tumbas de todos nuestros camaradas, prometemos: ¡No pasarán!
3. Día 13: la trinchera de Fry.
Durante la noche, los hombres que aún quedaban en el batallón descansaron en el camino que estaba a cubierto del fuego enemigo, mientras la compañía de Fry, que estaba relativamente fresca, hicieron la guardia. El comandante se pasó toda la noche intentado contactar con cualquier fuerza amiga situada a nuestra derecha o izquierda. Fue infructuoso. Habíamos oído que la caballería patrullaba a nuestra izquierda. Al día siguiente la Brigada de Líster cubrió aquel sector. A la derecha, entre nosotros y la carretera a San Martín de la Vega, quedaba un gran vacío que nuestras mermadas fuerzas no podían cubrir. En algún lugar a la derecha de esa carretera estaba el batallón franco-belga.
Los españoles que se nos unieron eran jóvenes. Llevaban alpargatas y no tenían mantas. Pasaron hambre con nosotros, se congelaron como nosotros y lucharon junto a nosotros durante los penosos días que siguieron. Manuel Lizarraga, un filipino que hizo de intérprete, fue nuestro vínculo con ellos. Le consideraban su jefe y hacían sin vacilar cuanto les ordenaba.
A la mañana siguiente nos desplegamos a lo largo de la carretera a cubierto. El flanco izquierdo cubría la casa blanca, a la que nuestra artillería bombardeó enseguida hasta reducirla a polvo. El centro, compuesto aquel día por la compañía de ametralladoras de Fry, avanzó un poco hasta la cresta que dominaba la colina cónica, era la única posición desde la que se podía conseguir un buen campo de tiro. El flanco derecho trató de avanzar para proteger las ametralladoras del peligro que venía del vacío existente entre nosotros y los franco-belgas.
La siguiente narración es de Bill Meredith, quien moriría meses después al mando de una compañía en el frente de Brunete. En ella cuenta cómo, en ese segundo día, nos llegó el desastre desde aquella zona que estaba al descubierto. Él luchaba en la compañía de ametralladoras:
El amanecer nos encontró escrutando el valle con ojos doloridos para detectar cualquier señal de movimiento enemigo. Pronto vimos a una compañía de fascistas que avanzaban sobre nuestro flanco izquierdo. Les apuntamos con nuestros tres Maxims, les dejamos avanzar unos ochocientos metros y, entonces, les dimos fuerte. ¡Nunca he visto a nadie escapar tan deprisa! Fue un éxito completo. Corrían en todas direcciones y ya no se produjo ningún otro avance por aquel lado.
Algo más tarde nuestro flanco derecho avanzó unos doscientos metros por delante de nuestra posición, pero un fuego cerrado de artillería les obligó a retirarse, dejándonos de nuevo a la vanguardia del batallón. El fuego de artillería se intensificó desviándose hacia nuestras posiciones. El bombardeo duró más de una hora y machacó cada piedra del parapeto que nos cubría. Pero no nos causó ni una sola baja. Un incidente ocurrido durante este bombardeo se me quedó grabado en la memoria. Fry, nuestro jefe de compañía, estaba al mando de la Maxim del centro y yo estaba a su lado. Un proyectil cayó justo delante de nosotros volando el parapeto y nos cubrió de polvo. Un metro más y nos hubiera hecho añicos. Fry dio una larga calada a su pipa, me miró y dijo riéndose; “¿He oído algo?”.
Hacia las cuatro y cuarto de la tarde, detectamos el puesto de mando fascista. Fry escribió una nota para nuestro puesto de mando y miró a su alrededor buscando un enlace, pero no vio a nadie. Me miró y yo le dije: “Por supuesto”. Cogí el mensaje, me agaché todo lo que pude y corrí como el diablo hacia nuestro puesto de mando. Encontré al comandante del batallón tras una corta búsqueda. El puesto de mando se movía continuamente en los primeros días debido a la rápida sucesión de los acontecimientos. Se alegró mucho de la información y rápidamente garabateó una respuesta.
Abandoné enseguida el puesto de mando y comencé a recorrer los trescientos metros que me separaban de la compañía. Al salir no noté nada extraño en el puesto de avanzada. Ya había andado un trecho cuando comencé a oír los compases de La Internacional que venían de las trincheras. Según me iba acercando, me quedé extrañado al ver a un número bastante numeroso de fascistas que recorrían el terreno que nos separaba de las filas enemigas. Venían cantando La Internacional y con el puño en alto hacían el saludo antifascista. Nuestros hombres saludaron también con el puño en alto, dándoles la bienvenida. Ni por un instante dudé que se trataba de una deserción en masa en las filas fascistas. Parece que fue ‘Yank’ Levy el primero en darse cuenta de la trampa, pero para entonces ya había enjambres de soldados fascistas en las trincheras. “¡Por Dios! ¡Lárgate!”, me chilló Yank. Frené en seco y se me quedó grabada la escena que hoy, dos meses más tarde, recuerdo tan vívidamente como si hubiera sucedido hace dos minutos.
La canción no dejaba de sonar mientras más y más fascistas saltaban dentro de las trincheras. La mayoría de nuestros muchachos seguía haciendo el saludo del ‘Frente Popular’. Fry y su segundo en el mando, Dickenson, estaban de pie, el uno junto al otro. Aunque apenas podía ver a Fry, recuerdo perfectamente sus ropas y su actitud. Llevaba un abrigo y botas altas, con el bigote recortado, las piernas separadas y la espalda tan tiesa como un poste. Tenía toda la pinta de un soldado a pesar de estar rodeado de fascistas. Les miraba con una expresión de desprecio en su rostro que dejaba a las claras que su captura no iba a hacerle perder ni su calma ni su valor. Fry y Dickenson, jefe y lugarteniente de la 2ª compañía, eran dos de los mejores mandos bajo los que podíamos combatir.
Esta imagen mental, a pesar del tiempo que me lleva describirla, se me quedó grabada en una fracción de segundo porque, nada más detener mi marcha, un soldado fascista cogió su fusil, se lo puso al hombro y me disparó. Pude ver el humo saliendo del cañón, pero no sé a donde fue a parar la bala. Según me daba la vuelta vi como dos fascistas comenzaban a golpear a ’Yank’.
Con los fascistas disparando a mi espalda y el batallón devolviéndoles los disparos, el aire se espesó con olor a plomo. No confiaba en volver sano y salvo. Me angustiaba pensar que los disparos que venían de mi espalda podían alcanzarme en cualquier momento, al tiempo que temía que uno de mis compañeros pudiera darme a mí en lugar de acertar en su objetivo. Conseguí recorrer ileso los cerca de doscientos setenta y cinco metros y me dejé caer a los pies del comandante del batallón, el camarada Wintringham. Este se levantó para ver lo que estaba pasando e inmediatamente recibió un disparo en el muslo.
Poco después, nuestros chicos hicieron una carga a bayoneta calada para rescatar a nuestros compañeros de una trampa tan asquerosa. Cargaron cuarenta hombres. Sus caras serias mostraban su determinación de reconquistar la trinchera o morir en el intento. Pero los fascistas ya habían girado nuestras ametralladoras Maxim en dirección nuestra y de los cuarenta que salieron sólo volvieron seis.
4. Tercer día: el ataque de los tanques
Escrito por O. R.
Después de la captura de Fry y sus hombres se produjo un caos enorme. Wintringham, herido, fue retirado tan rápidamente que muchos compañeros lo creyeron muerto. La organización de las compañías aquel día fue escasa. André Diamint había reunido a los restos de la 1ª compañía. Fry y los cuarenta hombres de la 2ª habían sido muertos o capturados. Lo que quedaba de 3ª y la 4ª luchaban como un solo hombre.
George Aitken, comisario del batallón, se hizo cargo de la situación. Pidió doce voluntarios; se presentaron enseguida. Formó con ellos una especie de patrulla que se dirigió a la derecha, hacia la carretera de San Martín de la Vega. Poco después tomó el mando Jock Cunningham, que acababa de escaparse del hospital donde había estado cinco días. La carretera a cubierto del fuego enemigo se había convertido en nuestra línea de frente. Aquella noche estuvo llena de alarmas: hubo bengalas iluminando la noche y continuos ataques de fuego a discreción por ambos lados. Cuando amaneció seguíamos manteniendo nuestras posiciones en la carretera. No teníamos comida. La noche anterior nos habían subido la cena, pero la mayoría de los compañeros no había podido acercarse al camión de avituallamiento. Para muchos era el tercer día sin probar bocado.
Poco después del amanecer, Lizarraga y yo fuimos a recoger a los que se habían quedado rezagados en el olivar. Encontramos algunos y los llevamos al puesto de mando de la Brigada para dar el informe. Allí encontramos al Jefe de Estado Mayor, el comandante Nathan, tan alegre como siempre. Me explicó someramente la situación del frente. Me señaló a los franco-belgas que estaban a nuestra derecha y a la brigada Líster a nuestra izquierda. Le expliqué los dos espacios sin cubrir que presentaba nuestra línea de frente y él se sonrió. “Vuelve a tu puesto y manteneos firmes”, me dijo.
A la una en punto nuestros tanques avanzarán a través de esos huecos, a vuestra izquierda y vuestra derecha. Mientras tanto, apretad los dientes y esperad instrucciones”. Me encontré con Copeman, que se había vuelto a escapar del hospital, pero Springie le mantenía en el puesto de mando de la Brigada en espera de poder enviarle de vuelta al hospital en una ambulancia. Más tarde me enteré de que logró subirse a un tanque que atravesaba por el sector franco-belga para intentar cargarse los puestos de ametralladoras fascistas. Él creyó que volvía al sector británico, pero se encontró realizando él solo la labor de limpiar de fascistas los nidos de ametralladoras. Volvió a salvo, pero ¡con dos agujeros más de bala! Esta vez se le envió a un hospital del que ya no pudo escaparse.
Cuando Manuel y yo volvíamos a través del olivar, una ráfaga de ametralladora barrió el suelo a nuestros pies. Estábamos todavía a unos quinientos metros de nuestra posición en la carretera y los disparos venían de nuestra derecha. Esto quería decir que los compañeros franco-belgas habían sido rechazados mucho más atrás de lo que habíamos calculado. Nada más llegar a nuestra línea, comuniqué el mensaje de Nathan a Jock Cunningham y éste dispuso las líneas en ángulo recto para poder hacer frente a la nueva amenaza que se nos presentaba en el flanco. El calor era cada vez más abrasador y no teníamos ni agua ni alimento, salvo lo poco que Nathan había podido conseguido para nosotros y el agua que traíamos en nuestras cantimploras. Se enviaron algunos hombres a por más, pero no volvimos a saber de ellos. Algunos servidores de la ametralladora iban de un lado para otro pidiendo orín a los hombres para refrigerar las Maxims.
Hacia la una del mediodía oí llegar a los tanques por nuestra izquierda. Me asomé a aquella dirección para verles llegar. De pronto pensé los de atrás no los había oído llegar, al tiempo, que un proyectil de tanque estallaba a pocos metros de allí. Un tanque enorme, mayor que cualquiera de los nuestros, seguido de muchos moros se acercaba amenazante. Su fuego se cebó en la compañía de españoles que estaba a la izquierda. Al mismo tiempo un estruendo proveniente del flanco derecho se hizo aterrador. Nada parecía poder sobrevivir en medio de aquel fuego. Los españoles se defendieron durante unos diez minutos, hasta que los tanques los enfilaron desde la carretera. Por aquel entonces no disponíamos de lanzagranadas ni de ningún cañón antitanque. El flanco izquierdo se rompió y el pánico cundió por todo el frente. La matanza fue terrible. Vi cómo de cinco hombres que iban corriendo en paralelo, cuatro caían desplomados.
Cuando todo acabó oí el relato de un compañero al que todo el mundo conocía por su apodo de “el galés”. En su sector se desató un ataque frontal. Él se levantó y avanzó solo contra los fascistas. Aunque el aire estaba cargado de plomo, consiguió, con la bayoneta calada, llegar muy cerca de las posiciones fascistas antes de caer. Ball y Bibby se negaron a retirarse antes de dejar que su ‘Maxim’ se fundiera al rojo vivo. Ball se salvó. Bibby recibió un disparo que le atravesó la cabeza. Aquí y allá, pequeños grupos retrocedían para poder contener el avance fascista. Cinco o seis veces, un puñado de hombres de la 1ª compañía bajo el mando de André Diamint contuvieron a los moros. Al final, también ellos tuvieron que abandonar la desigual batalla, pero no antes de evacuar a sus heridos. Fue una terrible derrota. La ofensiva fascista que mantuvimos a raya durante tres días estaba a punto de conseguir la victoria.
Reagrupamiento del Batallón Británico tras la crisis de combate del 14 de febrero
Por Frank Ryan
La carretera de Chinchón a Madrid, la misma por la que tres días antes habíamos marchado al combate, estaba ahora salpicada con los supervivientes, unos pocos centenares de ingleses, irlandeses y españoles. Desalentados por las grandes bajas, por la derrota, por la falta de comida, exhaustos tras tres días de agotadores combates, nuestros hombres parecían haber alcanzado el límite de la resistencia. Se alejaban dificultosamente de lo que, una hora antes, había sido la línea de frente. Ahora no había línea: entre la carretera de Madrid y los fascistas no había más que grupos desorganizados de soldados agotados y destruidos por la guerra. Después de tres días de terribles combates, el mejor armamento y el mayor número de soldados fascistas los habían derrotado.
Todos relataban historias parecidas en su retirada: camaradas muertos… una fatiga casi imposible de resistir. Reconocí al joven comisario político de la compañía española: tenía una mano ensangrentada, pues una bala le había alcanzado en la palma. Agitaba su fusil automático nerviosamente amenazando a ratos a sus hombres para, poco después, rogarles que siguieran sus consejos. Le dije a Manuel que lo calmara, que le dijera que en poco tiempo lograríamos reagrupar a todo el mundo. Mientras iba por la carretera calculando los hombres que nos quedaban ya me había decidido a marchar hacia la carretera de San Martín de la Vega y atacar a los moros por su flanco izquierdo.
Los hombres yacían cerca de la carretera en grupos dispersos, comiendo con ansiedad algunas naranjas que les había arrojado un camión. No había tiempo para reagruparlos en unidades. Con satisfacción descubrí que algunos se habían traído los fusiles de los caídos. Mis ojos se iban hacia las colinas que acabábamos de abandonar. Me colgué un fusil al hombro. Casi de inmediato se pusieron de pie. No había tiempo para formarlos según las reglas del cuartel. De a cuatro en fondo. “Vayan poniéndose detrás”. Unos cuantos estaban todavía en la cuneta al lado de la carretera colocándose cascos y ajustándose los fusiles. “Deprisa”, gritaban los soldados que ya estaban en filas.
Subiendo por la carretera en dirección a la “Cookhouse” vi a Jock Cunningham reagrupando a otros hombres. Aceleramos el paso y nos juntamos a ellos. Él y yo íbamos en cabeza. Digan lo que digan los escritores, aquellos británicos e irlandeses no respondían al estereotipo vulgar. La gente marchaba silenciosa detrás de nosotros… Entonces recordé el truco de aquellos días de Dublín en que hacíamos manifestaciones ilegales. Volví mi cabeza hacia atrás y grité: “Canten algo, hijos del cañón”. Vacilando al principio, después con más vigor y finalmente con entusiasmo la canción brotó de las filas. Lo que hacía un momento era una chusma derrotada, marchó de nuevo a la batalla con la gallardía del primer día mientras en el valle resonaban los ecos de su canción:
Agrupémonos todos
En la lucha final;
El género humano
Con la Internacional
Y seguimos marchando por la carretera cada vez más cerca del frente. Los rezagados que aún estaban por las colinas se detenían para mirar con asombro, cambiaban la dirección de su marcha y corrían para unirse a nosotros; hombres que yacían exhaustos junto a la carretera se ponían en pie de un salto, nos saludaban y se unían a las filas. Miré hacia atrás. Bajo el bosque de puños levantados, qué banda tan rara marchaba: sin afeitar, ensangrentada, desgreñada, torva. Pero llena de espíritu de lucha y marchando por la carretera hacia el frente.
Junto a la carretera estaba el Jefe de nuestra Brigada, el general Gal. Nosotros habíamos abandonado; él se habían mantenido. ¿Fue eso o fue el miedo a sus reprimendas lo que nos hizo aclamarle por tres veces? Nos habló de forma breve y concisa. Teníamos una hora y media de luz para reconquistar nuestras posiciones perdidas. ¿”La brecha a nuestra derecha?” Un batallón español estaba en camino para cubrirla. De nuevo se escuchó La Internacional. Alguien la cantaba también en francés. Nuestra columna había aumentado de tamaño al detenernos; un grupo franco-belga se había unido a nosotros. Nos cruzamos con el batallón español. Se contagiaron también; cantaban mientras se desplegaban a la derecha nuestra…
Nos desplegamos a la izquierda cuando los olivos comenzaron a aparecer ante nosotros. Por fin estamos en la loma que nunca más abandonaremos. Las balas silban en el aíre… Gritos, alaridos. Pero, por encima de todo, la canción interminable. Pegados a la tierra disparamos contra los árboles; no hay ni secciones ni compañías. Pero unos cuantos saltan hacia adelante y su ejemplo es seguido – con demasiada premura porque a veces impiden que sigamos disparando. En plena batalla nos organizamos un poco en secciones. El problema del español se resolvió enseguida. “Manuel ¿cómo se dice en español forward?” “iAdelante!”, grita Manuel mientras los españoles avanzan…
Un corpulento teniente francés se nos am corriendo para pedirnos granadas. No tenemos ninguna. Agitando un fusil automático ridículamente pequeño, avanza gritando: “¡En avant!”. Frente a nosotros aparecen unos conos pequeños de fuego azul y rojo. Ahora sabemos dónde están los ametralladores alemanes y marroquíes. ¡Ah si tuviéramos granadas! Mientras nos pegamos a la tierra, unos a otros nos pedimos dirigir el fuego contra esos conos. Arrastrándonos sobre el vientre seguimos avanzando, pulgada a pulgada. La oscuridad nos cae encima como una manta. Avanzar, siempre avanzar. Mientras me deslizo hacia adelante, de repente me doy cuenta con alegría salvaje de que somos nosotros los que avanzamos y ellos los que retroceden. Luego, con verdadero disgusto, me digo: “Esos bastardos no esperarán a que lleguen nuestras bayonetas”. [15]
Algunos héroes británicos
Los primeros días de la batalla del Jarama se cobró un alto precio en el Batallón Británico, y especialmente entre sus mandos. En el primer día, el batallón perdió las dos terceras partes de sus jefes y al día siguiente perdió prácticamente el resto. Afortunadamente, de las filas surgieron hombres con capacidad de mando que ocuparon las vacantes, y aunque no fueran tan competentes – porque muchas de las pérdidas eran irreparables – al menos cumplieron su función satisfactoriamente. Desgraciadamente, debido a la confusión de los primeros días de intensa lucha, no se conservan datos de estos hombres que con su sacrificio devolvieron el honor a la clase trabajadora británica, engañada y traicionada por muchos de sus falsos líderes.
El capitán de compañía Briskey fue uno de los muchos líderes de la clase trabajadora que fueron competentes y modestos. Bajo su guía, su compañía mantuvo una posición insostenible todo el día 12 de febrero. Murió como siempre quiso hacerlo, en acción y junto a sus hombres. Ken Stalker asumió el mando de una compañía en lo más duro de la batalla y, no accediendo a retirarse, murió en su puesto. Clem Beckett, célebre por conducir la moto por caminos de cabras, fue uno de los miembros de aquel grupo que resistió durante horas el ataque de fuerzas muy superiores. Él y Cristopher St. John Sprigg, famoso escritor, murieron el uno junto al otro. El camarada Mc Ewen, de Liverpool, alma y cuerpo de todas las reuniones festivas que se celebraban en el campamento, fue igualmente brillante y alegre en la batalla. También él dio su vida intentando frenar a los fascistas. En aquellos primeros días también cayeron Jim Walsh, de Birkenhead, Leonard Bibby, de Liverpool, y Clifford Lawther, de Durham. George Bright murió cuando traía la munición que tanto necesitamos el primer día.
Destacó entre los compañeros británicos Ralph Campeau, el comisario político de la 1ª compañía, cuya capacidad organizadora y camaradería le convirtió en un líder aceptado por los hombres. El 12 de febrero, en medio del fragor de la batalla, se le podía oír cantando “Young Guardsman” cuando quería reunirlos y calmarlos. Gravemente herido por fuego de ametralladora, murió varios días más tarde. El camarada Davidovitch, de Londres, jefe de la sección de primeros auxilios, se comportó como un héroe durante ese terrible 12 de febrero. Moviéndose continuamente arriba y abajo, por las pendientes destrozadas por las bombas y barridas por las balas, él y sus hombres trasladaron a los heridos primero en camillas y, cuando éstas se acabaron, en mantas. Escapó de la muerte cientos de veces hasta que el último día por la tarde, cuando acudía a ayudar a un hombre herido, cayó él también herido fatalmente. Tendido en el suelo, dijo a los que fueron a socorrerle que le dejaran, porque él ya no tenía remedio, y que atendieran a aquellos a los que aún se podía salvar la vida.
Bill Meredith y Charley Goodfellow, que más tarde morirían en otra batalla, Jock Cunningham, Fred Copeman y André Diamint fueron de aquellos que habiendo sido heridos en los primeros días volvieron para dirigir al batallón durante la larga campaña en el frente del Jarama. Tuvieron el asesoramiento y la ayuda de los comisarios Dave Springhall – que sería herido más tarde – y Peter Kerrigan, dos líderes de la clase trabajadora que tuvieron mucho que ver con la organización y buen funcionamiento del batallón británico de la Brigadas Internacionales.
Luchadores irlandeses por la libertad
La muerte de Kit Conway y la pérdida de otros destacados camaradas fue un duro golpe para la unidad irlandesa. Entre los compañeros dirigentes que dieron su vida en el Jarama durante los primeros días estaba el Reverendo R. M. Hilliard, el “clérigo boxeador” de Killarney. Él fue el único superviviente de un grupo de cuatro que mantuvieron a los fascistas durante la retirada que se produjo en el día 14 de febrero. Murió en el hospital cuatro días más tarde. El jefe de sección Leo Green de Dublín y Maurice Quinlan de Waterford dieron ambos su vida cuando trataban de salvar a un camarada herido. Richard O’Neill del Partido Laborista de Irlanda del Norte sobrevivió los peores días de combate para caer víctima de una bala perdida cuando estaba tras las líneas. Entre los heridos estaban Peter Daly, que luchó como soldado en el frente del Jarama pero que más tarde llegaría a ser comandante de batallón; moriría dirigiendo una operación en el frente de Aragón. Jimmy Prendergast, que sucedería a Dony O’Really – también herido – en el puesto de comisario. John Goff, jefe de sección; Terry Flanagan, joven dirigente del I.R.A., herido el primer día que entró en combate y, por fin, Frank Ryan, el jefe de la unidad irlandesa.
5. El batallón Lincoln
Durante varios días la XV BI se había enfrentado en el sector de Morata a una fuerza inmensamente superior y mejor equipada. En la noche del 16 de febrero se difundió un mensaje: “¡Vienen los yankis!” Las exhaustas fuerzas republicanas recibieron un fuerte estímulo para realizar posteriores esfuerzos.
Los Lincoln no habían tenido tiempo suficiente para completar su entrenamiento. Muchos ni siquiera habían disparado ningún tiro. Eran unos 400 hombres dirigidos por Bob Merriman, un profesor de Economía en la Universidad de Nevada. Llegaron a Morata en la noche del 16 y se les ordenó tomar posiciones de segunda línea en una colina pelada cerca del cruce de las carreteras de San Martín, Morata y Puente de Arganda. Allí tuvieron que soportar durante cinco días las bombas de la aviación y de la artillería. La bautizaron también como la “colina del suicidio”, la del batallón Lincoln. Allí cavaron unas trincheras circulares (aún puede verse junto al desmantelado ferrocarril del Tajuña) y enseñaron a los soldados españoles a apreciar el valor de las mismas.
El 21 de febrero fueron trasladados a unas posiciones próximas a la primera línea; era la zona del “El Mojonazo”, entre el batallón 17, español, y el Dimitrov. El 23 de febrero entraron en acción y el 27 protagonizaron un ataque que produjo numerosas bajas, entre ellas la del poeta irlandés Charlie Donnelly.
El primer ataque. Día 23
Por Paul Burns
El ataque comenzó ya avanzada la tarde y se prolongó en la noche de aquel 23 de febrero. Avanzamos por un campo lleno de olivos y viñas que nos daban una pequeña protección. Nuestros camaradas cavaron abrigos y abrieron fuego sobre los fascistas. En uno de los intervalos, miré a mi alrededor y vi a mi izquierda a Charlie Donnelly. Más lejos a la sección cubana. A unos metros de distancia, en una concavidad del terreno, vi al capitán John Scott con los tres hermanos O’Flaherty, de Boston, que se distinguieron por sus actos heroicos. Donnelly se me acercó bajo los olivos. Disparábamos hasta que los fusiles nos quemaban las manos, sin decir ni una palabra, aparte de algún ocasional: “Vamos, Charlie, ¿cómo va eso?” Y la respuesta: “Bien, bien. ¿Y los otros? ¿Cómo les va a ellos?”
La infantería continuó su avance. Las balas explosivas rompían el aire y las ametralladoras barrían el terreno. Tras un grupo de árboles, los fascistas aumentaban su fuego. El capitán Scott se alzó; apenas tuvo tiempo de gritar – “¡Seguid avanzando!” – cuando tres balas le penetraron en el cuerpo. Mac Donald y Wheeler, los enlaces, estaban heridos. Eddie O’Flaherty, el otro enlace, atravesó el campo para llamar al jefe de la sección irlandesa, Bill Henry. Éste tomó el mando. El capitán Scott fue instalado sobre una camilla. Seis hombres la llevamos.
Una ráfaga de ametralladora partió de las líneas fascistas. Cuatro hombres cayeron, entre ellos Joe Mendelowitz, alcanzado en el ojo izquierdo; los demás, muertos o heridos, eran desconocidos para mí y para Gómez, los dos únicos supervivientes. Llevamos a nuestro camarada gravemente herido hasta cien metros del puesto de socorro, donde otros dos camaradas nos ayudaron. En ese puesto de socorro había otros muchos camaradas heridos. Gómez volvió al campo de batalla, donde fue también herido.
El segundo ataque
Por John Tisa
Recibimos nuevos refuerzos: 66 americanos con los cuales nos aprestamos a realizar otro ataque contra los fascistas. Éstos no concedían ninguna tregua: toda la mañana se había producido un intenso fuego de fusiles y ametralladoras. Al mediodía nos llegó la orden de ataque: había que tomar la colina del Pingarrón. El sol calentaba ya. Los grupos saltaron hacia las trincheras fascistas que estaban a unos 250 metros. Algunos grupos lograron saltar con escasas bajas. Las ametralladoras enemigas iniciaron su feo trabajo. Sus balas repiqueteaban toda la línea de sacos terreros de nuestras trincheras. El fuego cruzado de muchas ametralladoras hacían imposible el avance bajo aquella lluvia de metal. Pero los grupos seguían saltando de nuestras trincheras. Las llamadas a los sanitarios comenzaron a hacerse insistente. Muchos quedaban heridos al salir del parapeto. Robert Merriman, fue herido en su hombro derecho al iniciar la carga. Había muchas bajas. Se dio la orden de retirada.
Charles Donnelly, revolucionario irlandés
Por Paul Burns
Una gran mente se apagó cuando Charles Donnelly cayó a pocos metros de las trincheras fascistas el 27 de febrero de 1937. A los veintiséis años había dejado su trabajo en la universidad para dedicarse a la lucha de clases. Desempeñó un papel importante en el movimiento por la unidad de Irlanda, y fue encarcelado por participar en huelgas. Un poeta revolucionario con futuro y un buen universitario que dejó sin terminar una biografía de James Connolly para prestar sus servicios al pueblo español. Su muerte es un desafío para aquellos intelectuales que todavía intentan vanamente escapar de la realidad de un mundo que todavía no ha conquistado su libertad.
Con él murieron en el Jarama intelectuales y obreros cuya pérdida se siente hondamente en Irlanda: Eamon McGrotty, licenciado universitario; William Henry, socialista de Belfast; Liam Tumilson, comunista de Belfast; Hugh Bonar, veterano del I.R.A. de Tirchonaill; Jim Foley; T.T. O’Brien; Michael Russell, de Clare; Bert Mc Elroy, de Louth y muchos otros que se dieron cuenta que la lucha contra el fascismo en España es una extensión de la lucha irlandesa contra el imperialismo y por la libertad. Charles Donnelly y sus compañeros del batallón irlandés representaron, y nos revelaron, a la Irlanda real, y en su lucha mantuvieron las orgullosas tradiciones de este pueblo luchador.
6. La canción “The Valley of Jarama”
De entre las múltiples canciones de la guerra civil española que dieron la vuelta al mundo con mayor éxito cabe citar ésta que tomó prestada su música de la legendaria balada Red River Valley. Fue Alex McDade, un voluntario escocés de la XV BI, el que escribió su letra. En ella condensaba la fuertes y amargas vivencias sentidas por aquellos soldados desde su entrada en combate en febrero hasta un breve descanso que disfrutaron a principios de mayo, mes en que escribió el poema. Lo cierto es que ni Alex ni sus compañeros llegaron a pisar entonces el Valle del Jarama, un espacio que sí conocían bien, en cambio, sus compañeros polacos, franceses e italianos de la XII Brigada Internacional. Aquellos se limitaron a conocer el valle a la distancia de tres kilómetros, el espacio que separaba sus posiciones del valle.
Esta canción, muy popular en la XV BI, tomó prestada la música de la legendaria balada norteamericana Red River Valley. La traducción al español es de James R. Jump y Rafael Hernández Rico. McDade, un voluntario de Glasgow que había militado en el ejército británico, murió el 6 de julio, al comienzo de la batalla de Brunete.
There’s a valley in Spain called Jarama
That’s a place that we all know so well,
For ‘tis there that we wasted our manhood,
And most of our old age as well.
From this valley they tell us we’re leaving
But don’t hasten to bid us adieu
For e’en though we make our departure
We’’ll back in an hour or two.
Oh we’re proud of the British Battalion
And the marathon record it’s made,
Please do us this little favour,
And take this last word to Brigade.
You will never be happy with strangers,
They would not understand you as we,
So remember the Jarama Valley
And the old men who wait patiently.
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Hay un valle en España llamado Jarama,
Es un sitio que todos conocemos muy bien,
porque allí perdimos nuestra juventud
y gran parte de nuestra vejez también.
Dicen que vamos a abandonar este valle,
Pero que no se apresuren a despedirnos
Porque aunque realmente nos marchemos
Estaremos de vuelta en un par de horas [1]
Estamos orgullosos de nuestro batallón británico,
Y ya hemos conseguido el récord en el maratón
Por favor, haznos un pequeño favor
Y lleva este último mensaje a la Brigada:
“Nunca te sentirás contento con desconocidos,
No te entenderán como nosotros a ti,
Así que recuerda el Valle del Jarama Y los ancianos que esperan pacientemente”.
NOTAS
[1] Se refiere al breve permiso que pasaron en Alcalá de Henares a comienzos de mayo.
[1] Franco hizo construir un monumento “a lo grande” en el cerro donde se estrelló la avioneta, en la localidad burgalesa de Alcocero “de Mola”. Fue construido con los prisioneros políticos.
[2] Este desvío fue criticado por muchos de sus colaboradores directos, algunos de los cuales fueron apartados del mando directo, como fue el caso del coronel Yagüe. Cuando el jefe de la aviación, el general Kindelán, expuso a Franco sus reticencias – “¿Sabe que Toledo puede costar Madrid?” – éste le respondió : “Yo espero que un retraso de ocho días no se traduzca en las consecuencias que Vd. pronostica”. El retraso fue de un mes y el pronóstico acertado fue el de Kindelán.
[3] Es la “batalla de la niebla”, a la que aluden tanto los historiadores franquistas.
[4] El “apaciguamiento” significó debilidad y concesiones, lo que dio alas a las agresiones fascistas en Abisinia, China, Austria, Checoslovaquia, Albania y Polonia.
[5] Informe alemán existente en el Archivo “Documents on German Foreing Policy” de Londres.
[6] En Aragón y Cataluña las reticencias de los anarquistas hicieron más lento ese ritmo.
[7] J. M. Martínez Bande.La lucha en torno a Madrid, p. 101.
[8] J. Modesto. Soy del 5º Regimiento, p. 131
[9] Había luchado por la independencia de Irlanda en los dramáticos años de 1916-1923. En 1934 fundó, junto a otros líderes como Peadar O’Donnell y Sean Murray, el Congreso Republicano Irlandés, una escisión del IRA con un carácter socialista y obrero.
[10] Tomado de “English Captain“. Londres, 1939.
[11] Se trata de la famosa “Cookhouse”, situada en el Parador del Frascuelo, a un kilómetro del cruce de las carreteras de Morata y Chinchón.
[12] En el Texto de “English Captain”, T. Wintringham siempre menciona así a Overton, el jefe de la 4ª compañía.
[13] A este Knoll… de las narraciones inglesas lo vamos a designar el Cerro. Situado a unos 10 metros de la carretera, fue pronto tomado por los moros y su posesión determinó el retroceso de las compañías británicas de sus posiciones iniciales.
[14] En las narraciones también es conocida como la Colina de la Casa Blanca, ya que a su izquierda se alzaba una casa de labor que quedaría arrasada por los combates.
[15] Rust: Britons in Spain, p. 51-54
[16] Se refiere al breve permiso que pasaron en Alcalá de Henares a comienzos de mayo.