Vallecas y Vicálvaro. La llegada a Madrid de la XI Brigada Internacional
Las Brigadas Internacionales fueron unas unidades del Ejército Popular de la República formadas por voluntarios procedentes de más de 50 países. Simbolizaron la fuerte solidaridad internacional de los trabajadores de todo el mundo con la República española, con la lucha de los trabajadores españoles para crear un marco de convivencia política favorable a sus intereses. Aunque esa solidaridad se expresó desde el principio de la guerra, recibió un gran impulso desde el momento en que la Internacional Comunista decidió potenciar el reclutamiento de voluntarios que querían participar, pero no podían, en la lucha.
La sede internacional de reclutamiento se estableció en París, desde donde se comenzó a organizar el envío de voluntarios. De acuerdo con el gobierno republicano, la Base para organizar las nuevas brigadas se fijó en Albacete, Los primeros voluntarios llegaron el 13 de octubre. El 15 se trasladó a Madrid una delegación –formada por Luigi Longo, Mario Nicoletti, Pierre Rebière y Wisniewski– que presentó a Largo Caballero el proyecto de constitución de las Brigadas Internacionales. El Presidente del Consejo de ministros firmó su creación el 22 de octubre. El mando directo de la base de Albacete recayó en el diputado comunista francés André Marty; la supervisión gubernamental sería ejercida por Martínez Barrio.
Cada brigada se constituyó con tres batallones, normalmente con voluntarios de la misma nacionalidad o idioma para facilitar la comunicación.Cada uno de estos solía tener tres compañías de fusileros y una de ametralladoras. Junto al jefe militar había un comisario cuyas principal tarea era mantener la moral y educar políticamente a las tropas. En un discurso pronunciado en Albacete André Marty afirmó que si el pueblo español no habían vencido aún al fascismo no era por falta de entusiasmo, sino por la ausencia de tres factores: unidad política, dirigentes militares y disciplina. Esa constatación llevó a inculcar a los voluntarios unos principios y valores que se plasmaron en la Declaración solemne que los miembros de las BI debían prometer:
Soy un voluntario de las BBII porque admiro profundamente el valor y heroísmo del pueblo español en lucha contra el fascismo internacional; porque mis enemigos de siempre son los mismos que los del pueblo español. Porque si el fascismo vence en España, mañana vencerá en mi país y mi hogar será devastado. Porque soy un trabajador, un obrero, un campesino que prefiere morir de pie a vivir de rodillas. Estoy aquí porque soy un voluntario y daré, si es preciso, hasta la última gota de mi sangre por salvar la libertad de España, la libertad del mundo.
La primera brigada en constituirse fue la XI BI, compuesta por tres batallones: el Edgar André, el Comuna de Paris y el Dombrowski bajo el mando del general Kleber. Pronto le siguió la XII BI, que se uniría días más tarde a la defensa de Madrid frente al ataque de las tropas fascistas.
La XI BI marcha a Madrid
El 3 de noviembre, Largo Caballero, Presidente del Gobierno y Ministro de Guerra? dio a la XI BI la orden de trasladarse a Madrid. En la noche del 4 al 5 de noviembre, los tres batallones (Edgar André, Commune de Paris y Dombrowski) partieron en tren de Albacete a Alcázar de San Juan. En la madrugada del 5 fueron llevados en camiones hasta Vallecas y Vicálvaro donde se acantonaron.
La información sobre la actividad de estos batallones durante esos días viene de los propios voluntarios que allí estuvieron. Contamos con los testimonios de miembros del batallón Comuna de París (Marcel Sagnier y John Sommerfiel) y del Edgar André (Fritz Rettmann y otros). Del batallón Dombrowski solo tenemos un documento existente en el RGASPI (Archivo estatal ruso de historia social y política) que muestra los movimientos del batallón durante esos días. Sobre el establecimiento del Cuartel General de la XI BI en Vicálvaro tenemos sobre todo el testimonio de su jefe, el general Kleber, junto con otros.
De todos estos testimonios se concluye lo siguiente: el batallón Dombrowski llegó el 5 de noviembre a Vallecas, como los otros batallones, y al día siguiente fue instalado en el cuartel de Artillería de Vicálvaro. El motivo sería la escasez de espacio en el pueblo de Vallecas así como la habilitación del cuartel para albergar el nuevo contingente. Se supone que harían ejercicios tácticos en las zonas aledañas a Vicálvaro.
Los batallones André Marty y Comuna de Paris se quedaron en Vallecas, pernoctando en diversos edificios públicos (como la Escuela municipal…) o en casas particulares. Algunas unidades pasaron alguna noche o bien en las trincheras de Villaverde Bajo (apoyando a las tropas de Líster) o bien en el cerro Almodóvar. Durante el día hicieron principalmente ejercicios tácticos en las campas situadas entre Vallecas y el cerro Almodóvar. También mantuvieron reuniones políticas (celebración del 7 de noviembre, aniversario de la Revolución soviética) o de preparación del armamento.
El ambiente esos días era inquietante. Por un lado desconocían que el Gobierno había abandonado Madrid el 6 de noviembre y que había delegado su poder en la capital a una Junta de Defensa presidida por el general Miaja, con el coronel Rojo como Jefe de Estado Mayor. Por otro lado, los internacionales pudieron percibir, por el eco de los lejanos combates, la aproximación de las tropas rebeldes a Madrid. Además, con frecuencia vieron cómo los aviones de observación fascistas sobrevolaba la zona de Vallecas con la probable intención de seguir el movimiento de las distintas unidades, y sobre todo de la XI BI, aunque también de preparar los bombardeos que devastaron Vallecas en esos meses.
El día 7 de noviembre fue el señalado por el general Varela, jefe de las fuerzas de asalto a la capital, para lanzar el ataque directo a Madrid. Contaba con 5 columnas: dos que actuarían sobre los puentes del sur de Madrid y otras tres columnas que realizarían la operación principal: infiltrarse por el espacio de la Casa de Campo, controlando sus puntos principales como el cerro Garabitas, cruzar el Manzanares a la altura del Puente de los Franceses y entrar en la capital por el noroeste: Ciudad Universitaria, barrio de Argüelles y barrio de Cuatro Caminos. Los atacantes no pudieron imaginar que ese mismo día comenzaba a producirse lo que Vicente Rojo llamó el “milagro” de la Defensa de Madrid. Y que los voluntarios internacionales, con su presencia en las calles de la capital, iban a contribuir a elevar ese espíritu de resistencia que había nacido en la población madrileña.
Finalmente, en la madrugada del día 8, acudieron a la estación de Vallecas para embarcar en un tren que les llevó a la estación de Atocha, a donde llegaron entre las 6 y 7 de la mañana. Eran unos 1.900 preparados para participar en la defensa de Madrid. El mando republicano (Miaja y Rojo) había asignado a la XI BI la misión de “cerrar el paso [de la fuerzas atacantes] a las mesetas de la Ciudad Universitaria, Parque del Oeste y Rosales”.
Tras bajar del tren las tropas salieron a la explanada de la Estación; no conocían el resultado de los combates del día anterior ni si las fuerzas rebeldes habían logrado entrar en Madrid. Una lluvia fina y fría caía mientras preparaban las armas. Mientras aguardaban en formación, podían divisar la fachada del Hotel Nacional adornada con un gran cartel que mostraba la efigie de Stalin. Tomaron un café caliente. Luego les echó una arenga su jefe, el general Kléber, un “hombre corpulento de cuarenta y un años, de rostro arrugado, pelo prematuramente gris, vivaces ojos castaños y una extraña boca”, en descripción de Dan Kurzman.
Poco antes de iniciar la marcha hacia el noroeste de la ciudad dejó de llover. El pavimento seguía mojado y se podía oír alguna voz advirtiendo: “¡Cuidado, no resbaléis!” Era domingo. Aún era temprano y había poca gente en las calles. Poco a poco, comenzaron a ver gente que se asomaba a las ventanas y comenzaba a aclamarles.
Desde la glorieta de Carlos V pudo haber dos recorridos: el batallón Edgar André (según testimonios de algunos de sus componentes) tomó el Paseo del Prado hasta la Cibeles y desde allí la Gran Vía hasta el edificio de la Telefónica. Los otros dos batallones pudieron subir por la calle de Atocha hasta el cine Monumental, donde se les pudo proporcionar algo de comida y café. Siguieron después hasta la plaza Jacinto Benavente y giraron a la derecha hacia la Puerta del Sol. De allí subieron por la calle Montera hasta alcanzar la Telefónica, donde se encontraron con el batallón alemán.
En la Gran Vía ya había mucha gente concentrada que les vitoreaba con entusiasmo: “¡Vivan los rusos!” Geoffrey Cox, corresponsal neozelandés del London Chronicle, tomaba aquel día su café en el bar del hotel Gran Vía.Salió a ver el alboroto y vio a mujeres con lágrimas en las mejillas… lágrimas de esperanza.Una de ellas levantaba el brazo de una niña pequeña quien saludaba con el puño en alto. “Esas ancianas con los puños cerrados nos llenaron de valor y entusiasmo”, diría más tarde el yugoslavo Veljko Ribar (Karl Anger). Por las órdenes, impartidas en francés, Cox se percató de que no eran rusos.
Los batallones llegaron a la Plaza de España y continuaron su marcha por la calle Blasco Ibáñez (actual calle Princesa) hasta llegar a la Ciudad Universitaria. Quizá alguna unidad, si tenemos en cuenta algunos testimonios, lo hizo por el Paseo de Rosales. Hay otras opiniones (Castells y Martínez Bande) que afirman que alguna unidad pudo bajar por la Cuesta de San Vicente hasta el puente de la República (actual puente del Rey) y la Casa de Campo para reforzar las fuerzas republicanas que allí estaban aguantando la presión de las unidades de Varela. Es posible, pero no está verificado.
Ya en la Ciudad Universitaria, los batallones se ubicaron en las posiciones fijadas por el mando de Madrid. El Diario de Gustavo Durán (ayudante del general Kleber) aporta este dato para el día 11 de noviembre: “A las 12.20 comienza la artillería enemiga a batir la Ciudad Universitaria, entre el Pabellón de Medicina (4º Bon. de la B.I., Cía. del Anti-Gas) y el de Filosofía y Letras (2º Bon. de la B. I.), con fuegos de 10’5 y 15’5”… Esto prueba que el batallón Comuna de Paris defendía el sector entre el puente de San Fernando y la Facultad de Filosofía y el batallón Dombrowski el sector central, entre Filosofía y Medicina (comprendiendo los edificios junto al palacete de la Moncloa). Numerosos testimonios señalan que el batallón Edgar André se situó entre la cárcel Modelo y la glorieta del Cardenal Cisneros, con el sector del parque del Oeste y el puente de los Franceses como principal zona de defensa.
El parte oficial de ese día para el Frente del Centro describía así la situación en Madrid en la noche del 8 de noviembre de 1936: “Las columnas que defienden Madrid en los sectores Sur y Suroeste han sufrido hoy un intenso ataque enemigo realizado por fuertes efectivos y apoyado por carros de combate y aviación. Nuestras fuerzas han resistido valientemente el choque, conservando sus posiciones en toda la línea. A mediodía las tropas de la República han emprendido un contraataque, conquistando nuevas posiciones y apresando un carro de combate con sus sirvientes. La moral de la fuerza es excelente, y la jornada de hoy ha sido una dura prueba de la cual ha salido gravemente quebrantado el enemigo”.
La llegada de la XI BI ayudó a robustecer esa moral. Al día siguiente ya tuvo que afrontar el primer envite: fuerzas de Varela cruzaron el Manzanares por el Puente de los Franceses y se adentraron hacia la cárcel Modelo y la calle de Blasco Ibáñez (Princesa). Al día siguiente, 10 de noviembre, la XI brigada junto con otras fuerzas españolas lograron rechazar el ataque y obligaron a esas tropas a volver a sus bases de partida. Habían comenzado una serie de combates en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria que durarán todo el mes de noviembre. El Cuartel general de Franco, a la vista del fracaso, decidió abandonar el plan de ataque directo a Madrid e intentar una serie de operaciones de flanco que ocuparon los siguientes cuatro meses y que acabaron con el fracaso. A finales de marzo el Mando franquista abandonó la idea de tomar Madrid y desplazó al Norte las principales operaciones ofensivas.
TESTIMONIOS
1. Fritz Rettman. Comisario político de la 2ª Compañía del Edgar André
El 5 [4] por la mañana a las 7 vino la orden. Empezó la marcha hacia Vallecas, a 4 quilómetros de Madrid. Primero fuimos a una posición de reserva. El sector estaba en completa calma. Escuchábamos tensos si los ruidos que oíamos era el audible retumbar de la batalla, pero no lo era. Por la tarde nuestra Compañía se acuarteló en la escuela del pueblo. Tuvimos un cordial encuentro con los habitantes del lugar y visitamos sus casas. Se quedaron sorprendidos al enterarse de que éramos alemanes.
Otros camaradas y yo fuimos a parar a casa de una familia anarquista. ¡Qué pobreza en el mobiliario! Fueron ellos los que se ofrecieron muy amablemente para que durmiésemos en su casa. Las tres hijas adultas nos miraban con sus grandes y profundos ojos negros y también el padre, campesino, y la madre. Les intenté hacer entender que el comisario político debía estar entre los soldados, que era una cuestión de disciplina y de dar buen ejemplo. ¿Lo entendieron, a pesar de la traducción de Willi Höhn? Creo que no lo entendían del todo. Esta disciplina militar no era normal para ellos. Así que nos tuvimos que ir con mucho dolor de corazón. La alarma y la orden de marcha podían llegar en cualquier momento. Pero la noche fue tranquila.
El 6 de noviembre, tras formar, hicimos ejercicios de tiro fuera del pueblo. Los camaradas aún no dominaban el fusil, solo se dispararon unos pocos tiros. Los fusiles no eran de lo más modernos, y eso lo notábamos hasta los más inexpertos. Pero bueno, por lo menos disparaban. Tenerlos en las manos despertaba en nuestros voluntarios un sentimiento completamente nuevo. El sentimiento de seguridad, el convencimiento de tener el dominio de lo que iba a venir. La calidad y la capacidad de tiro de estos fusiles nos iban a traer aún muchos quebraderos de cabeza en el futuro. No imaginaba yo entonces que estos fusiles provocarían fuertes protestas y reproches ante la dirección militar y que a los comisarios nos darían material de sobra para discutir.
El 7 de noviembre, un gran acontecimiento en puertas: el aniversario de la gran Revolución socialista de Octubre. A la mañana siguiente debía tener lugar una parada del batallón en recuerdo de la gran Revolución. Recibí el encargo de pronunciar el discurso ante el batallón. A mitad de los preparativos de mi exposición llegó la noticia del asesinato de Edgar André en Hamburgo a manos del verdugo fascista… Mi encargo, el discurso del 7 de noviembre, fue por lo tanto ampliado por la dirección del batallón: debía convertir mi discurso en un discurso fúnebre por Edgar André y dar su nombre al batallón.
Cuando todos estuvimos formados la mañana del 7 de noviembre, pocos estaban enterados del asesinato de Edgar André. Empecé con el recuerdo de la Revolución pero la noticia del asesinato de Edgar André se iba corriendo y se reflejaba en los rostros de nuestros voluntarios: consternación, rabia, decisión, hablaban en sus caras.
La noticia de que nuestro primer Batallón Internacional llevaría de ahora en adelante el glorioso nombre de Edgar André, fue recibida con entusiasmo unánime… Para cerrar el acto tomó la palabra Hans Kahle el comandante de nuestro batallón y habló de la importancia militar que iban a tener las horas y días siguientes.
Mientras estábamos formados hubo un dramático combate en el aire entre tres Capronis italianos y un caza soviético. El resultado fue dos Capronis derribados por el caza soviético. Fue el primer combate aéreo que veíamos y su resultado despertó nuestro entusiasmo…
El 7 de noviembre la marcha nos llevó a una posición de reserva. En ella reinaba completa tranquilidad. Un sistema de trincheras abandonado se extendía por los alrededores. Palas y picos tirados por el suelo. Hacía poco que el lugar debía haber sido rápidamente abandonado. ¿Quién había cavado, para qué lo habían hecho? Nadie podía responder. Allá abajo, en la llanura, se divisaba el Cerro de los Ángeles. A nuestra derecha en la lejanía se podía ver Madrid y reconocer el perfil de los edificios más altos. Probablemente los milicianos españoles habían excavado estas trincheras para defender las carreteras de acceso a Madrid y después, antes de haberlas podido utilizar, las habían abandonado porque esperaban un ataque de los fascistas en la Casa de Campo y tal vez temían quedar cercados.
Esto era un pequeño anticipo de la inseguridad y la falta de claridad de una posición y de una situación militar que después nos dio mucho que hacer. Este desconocimiento de la situación real y exacta del frente nos provocaba una cierta intranquilidad y preocupación. Cuando llegó la noche y se instalaron puestos dobles de vigilancia cerca del enemigo, me pareció que no se ponía suficiente atención en los controles. Pero la noche del 7 al 8 de noviembre pasó tranquila. Fue la última noche tranquila para nosotros, aunque la pasásemos muy intranquilos.
El 8 de noviembre muy temprano marchamos desde la llamada posición de reserva directamente a la estación y fuimos con el tren hasta Madrid. En la estación de Atocha nuestro batallón bajó del tren… No, ahora fue ya toda la XI Brigada con los Batallones Edgar André, Dumont y Dombrowski. Después desfilamos por Madrid. ¡Qué desfile por las calles, entre las masas que se apretaban y nos saludaban! Nuestros voluntarios desfilaban erguidos, disciplinados, cantando, un grupo, un pelotón, una compañía, un batallón tras otro.
Los miles de ciudadanos españoles que bordeaban las calles nos saludaban entusiasmados y nosotros devolvíamos los saludos. Nos rodeaban y de vez en cuando nuestras filas se rompían si las manos se estrechaban y los abrazos nos separaban de los compañeros. Las mujeres nos ofrecían a sus hijos pequeños para que los besásemos y los abrazásemos y nosotros se los devolvíamos rápidamente. El orden de la marcha se rompía, pero seguíamos desfilando. Nuestros corazones estaban tan llenos como los corazones de los españoles que veían ya al enemigo en sus puertas. Por primera vez oímos resonar, saliendo de las filas de los españoles que nos apretaban por todos lados, la consigna “¡No pasarán!”. Nos lo gritaban las gargantas, las pancartas y las pintadas en las paredes, todas prometían: “No pasarán”. Desfilamos cantando por delante del Prado, después por la Gran Vía, una de las principales calles de Madrid, siempre entre las aclamaciones de las muchas, muchísimas personas que nos rodeaban estrechamente por todas partes.
Nosotros cantábamos La Internacional. Sonaba la última nota y ya estaba otro cantando –creo que el más cantarín era Willi Höhn– “Hermano, hacia el sol, hacia la libertad”. Luego la canción de la hélice, “¡Frente rojo, frente rojo!” resonaba el final de la canción, una y otra vez. Muchas letras de las canciones repetían los textos de la Conferencia de Bruselas. Aún no se había compuesto “Spanien himmel” (“El cielo español extiende sus estrellas…”) Una y otra vez cantamos nuestras viejas canciones de combate y de marcha. De la multitud salía una y otra vez el grito “¡Viva las Brigadas Internacionales!”. Resonaba también el “¡Viva Rusia!”, que después volvimos a oír a veces como saludo. ¿Acaso nos veían como a soldados soviéticos? Ni mucho menos, era sólo la expresión de la estimación y el reconocimiento a la Unión Soviética que como país socialista no se limitaba a tomar partido de palabra por la España republicana, aunque nosotros en aquel momento no lo podíamos aún entender así. Seguíamos marchando y cantando. La orden repetía: “Seguid marchando sin deteneros”, y en ella se manifestaba la gravedad de la situación.
Por todas partes se apreciaban los trabajos de defensa realizados por la gente en los últimos días. Árboles caídos cerraban los accesos a ciertas calles y se levantaban montones de piedras y sacos terreros. Hombres, mujeres y niños abandonaban momentáneamente este trabajo para correr a saludarnos. Nos acercábamos a la Ciudad Universitaria. La población se iba quedando atrás. El camarada Völkel y yo nos miramos. Los dos oímos al mismo tiempo el lejano retumbar de los cañones y el chasquido del fuego de fusiles. En nuestra compañía aumentó la agitación. Todos oíamos el cada vez más cercano el estruendo del combate. Crecía una cierta inquietud. Posiblemente nos tendríamos que enfrentar hoy mismo con el enemigo fascista. Ya emergían los edificios aislados de la Ciudad Universitaria. Eran construcciones grandes, blancas, modernas, levantadas para los hijos de los grandes propietarios, de los capitalistas y de la camarilla militar. Ahora iban a ser nuestro primer alojamiento.
2. Marcel Sagnier. Batallón Comuna de París
Al amanecer llegamos a Vallecas. Diez camiones están averiados y llegarán más tarde. Un bareto vende un café bastante claro. Luis tiene la suerte de poder tomar una taza. Todos no tienen la misma suerte. Salimos hacia el campo. Luis se pregunta por el significado de esto. “Entonces ¿ya?”.
La 2ª sección va en vanguardia. Luis ve a “Los Gorilas”, pues cada grupo tiene un nombre: están “Los Cornudos”, “Los Gorilas”, “Los Chivos” (es el grupo de Luis), “Los Niñatos”, “Los Marselleses”, “los Locos”. Luis ve a Los Gorilas que, desplegados, exploran el terreno. Una parada. La aviación está ahí. Combate aéreo; un avión italiano cae en llamas. Todos de pie aplauden. Como si estuviéramos en el cine. Venga, seamos serios. El avance continúa.
Parada, nos instalamos. Delante, nada, la naturaleza. ¿Qué hacemos? Nadie sabría decirlo. Llega la cena y, con ella, la lluvia. La noche será movidita, se oyen disparos. ¿Por qué? Luis pregunta a un joven, un marsellés: “¿Por qué disparas?” “No lo sé, pero no soy más gilipollas que los demás”.
La lluvia cesa con el nuevo día. Luis, que conoce España por las novelas, se imaginaba mujeres con una rosa en el pelo, guitarristas, castañuelas. Pero nada de eso. Por el contrario, la lluvia, el barro… y siente un cierto desprecio hacia los novelistas. Hacia las 9 una compañía de un batallón alemán viene a relevar a la 1ª. Volvemos a Vallecas. El armamento se ha completado con ametralladoras Maxim y Lewis, algunos fusiles ametralladores españoles y fusiles checos. El armamento está completo: tres tipos de ametralladoras, cuatro tipos de fusiles, una decena de pistolas. Es todo el armamento del batallón. Por la tarde, ejercicio de lanzamiento de granadas. Luis duda un poco: estas latas de conserva con una mecha no le dicen gran cosa. Las llaman granadas.
Demostración, prácticas. Esto marcha. El sábado por la noche [las 2 a.m. del domingo 8] subimos al tren, en ruta hacia Madrid.
Llegada a la estación hacia las 5. El batallón se despliega delante de la estación. Dumont autoriza, hacia las 8, que cada compañía vaya a tomar un café, sección por sección, para evitar el desorden. Luis sale uno de los últimos; ya no queda café. Vuelta en orden. Kléber, jefe de la Brigada, está allí. Charla con Dumont. En marcha…
Desfile por las calles. La población madrileña mira, al principio, asombrada; después los bravos, los vivas estallan. Luis se emociona, los rostros de sus camaradas reflejan la misma emoción.
“La Joven Guardia”, “La Relève”, “La Internacional” constituyen el saludo del batallón “Comuna de París” a Madrid. Es la promesa de defenderlo. Luis lee eso en la mirada de todos. Siente que él también posee la misma llama que traza con letras de fuego una palabra, su voluntad: “Vencer”. Sí, todos quieren vencer, hacen la promesa con el himno del proletariado que la multitud canta con ellos. Hasta el centro de la ciudad, el mismo espectáculo, los mismos “viva”: “Madrid no caerá”. El batallón se aloja en la Facultad de Filosofía y Letras.
3. John Sommerfield. Del libro Volunteer in Spain
Estábamos muy cansados, no habíamos dormido durante mucho tiempo y la comida y el vino que teníamos dentro nos hacía sentir pesados y somnolientos. El camión daba sacudidas y traqueteaba a lo largo de una carretera sin interés, y pronto nos encontramos en Vallecas.
Era un lugar pequeño de aspecto aburrido, un pueblo que la ciudad había engullido y que no se había convertido ni en pueblo, ni en barrio sino en algo desagradable. Había cruces y un gran espacio abierto, con sucios bebederos de caballos, un arroyo y un puente. Muchos grupos de soldados estaban esperando de pie, los alemanes y los checos de la Brigada. No les habíamos visto desde Albacete; de alguna manera se las habían arreglado para conseguir elegantes uniformes caquis.
Bajamos del camión y nos tocó esperar; el cielo estaba gris, lleno de nubes cargadas de lluvia. Después de un rato, Freddie y Richter volvieron con Díaz, el responsable político de la compañía, un español pequeño, gordo y amable. Estuvieron discutiendo un poco, luego formamos filas, arrojamos los macutos y mantas y nos pusimos en marcha.
Soplaba un viento frío y aunque estábamos cansados, también estábamos contentos de marchar enérgicamente a lo largo del pequeño camino que serpenteaba hasta las colinas bajas y desnudas que estaban delante. Después de ochocientos metros logramos alcanzar al resto de la compañía, que estaban de pie y sentados, sus armas apiladas a los lados de la carretera.
…Las colinas eran verdes grisáceas y estaban desoladas y soplaba un viento frío y húmedo. No me gustaba ni el paisaje ni el clima, así que traté de dormir. No tenía ni la más mínima idea de lo que se supone que teníamos que hacer aquí, pero tampoco me importaba mucho en ese momento. Más tarde o más temprano lo descubriríamos; la guerra todavía estaba lejana y yo quería dormir un poco. Me adormecí un poco y me desperté con un sabor desagradable de boca, y todos estaban formando filas.
–¿Qué sucede?, pregunté a B. que tenía un semblante serio.
–Vamos a subir a las colinas a pasar la noche.
–Eso sí que es una atención para nosotros. Supongo que es porque va a llover.
–Puede que vaya a haber un avance fascista por aquí.
–Maldita sea, dije y formé fila…
Pasaron camiones cargados de trabajadores con picos y palas por la carretera pequeña, nos saludaron y animaron como locos cuando nos vieron. Iban a abrir trincheras. Descendimos por la carretera y esperamos, las otras secciones vinieron también y todos esperamos.
Entonces, vino de Vallecas la Brigada Thaelmann,[1] los alemanes, que se dirigían al frente. Tenían buenos uniformes de color caqui, desfilaban esplendorosamente y cantaban una de las canciones de marcha de Eisler;[2] sus voces eran bajas, profundas y estaban en armonía. La letra de la canción y el ritmo de los pies marchando hacían un único ruido. Era una canción que ya habían cantado antes, en manifestaciones en Alemania. Sonaba en sus cabezas como si estuvieran en las celdas de las prisiones nazis mientras dormían como ganado en los campos de concentración. Era la voz de la Alemania libre, y estaban cantándola otra vez yendo al frente y sabiendo mejor que ninguno de nosotros contra lo que estaban luchando.
Había una gran bandera roja a la cabeza de la columna y cada compañía tenía un pendón rojo. Era una espléndida escena; tenía todo el encanto y entusiasmo que los gobiernos pueden usar para hacer que los hombres abandonen sus hogares y mueran en tierra extranjera para mercados extranjeros. Pero era el nuestro, era nuestro ejército y el encanto era real. Iban a luchar y a morir por las únicas cosas en el mundo por las que merece la pena luchar y morir.
Permanecimos de pie saludando con los puños cerrados mientras pasaban, el saludo que ningún otro hombre que iba a ir a luchar había recibido antes. Sentimos la canción y los pies marchando muy dentro de nosotros, viendo los pendones rojos y los fusiles inclinados a la par, y las caras de determinación, con el convencimiento de que nuestros sueños de justicia y libertad (que eran las razones, aunque no pensáramos a menudo en ello, por las que estábamos aquí) pudieran al fin defenderse con las armas que siempre se habían usado antes para hacerlos pedazos.
Después volvimos a Vallecas. Los aviones habían vuelto otra vez, había muchos. El cielo estaba lleno de nubes, así que la mayor parte del tiempo los oíamos sin poder verlos, pero a veces volaban bajo y otras veces había espacios entre las nubes por los que aparecían, así que marchamos en columnas de formación abierta de unos veinticinco metros de amplia y con una separación de tres pasos entre cada hombre. Cuando los aviones nos sobrevolaban, nos dispersábamos y nos colocábamos en hondonadas y en zanjas húmedas.
Freddie tenía razón. Vallecas estaba llena de tropas y más tarde en ese mismo día descubrimos que ya no quedaba bebida alguna. Había llegado una columna del frente y habían roto filas a lo largo de la carretera principal, esperando o a los camiones o a los acantonamientos, no sabíamos a cual y tampoco creo que ellos lo supieran. Debían de venir de la sección de la línea que la Brigada Thaelmann había ido a relevar.
Algunos dormían al borde de la carretera y en las cunetas. Estaban completamente agotados, sin afeitar, asquerosos, vestidos con monos de tela muy fina, desteñidos y andrajosos, la mayoría con alpargatas de suela de cáñamo desgastada de las que se les salían los dedos: casi no tenían macutos y estaban armados con oxidados Mausers muy anticuados y con cartucheras deshilachadas y vacías. Estaban empapados, tiritando, totalmente exhaustos y se acurrucaban unos con otros para buscar calor en desaliñados grupos. Algunos tenían los brazos y las cabezas atadas con vendas llenas de barro y de sangre. Era el grupo de hombres con el aspecto más lamentable que se pueda uno imaginar. Pero estaban cantando, aunque no en voz alta, con voces que venían de muy lejos, de las profundidades de su agotamiento; la canción (baja, monótona y trágica) les salía de las entrañas, el mismo sonido y expresión de una vitalidad inextinguible e invencible. La mayoría eran jóvenes, muy jóvenes, en las caras barba de un mes, suave y rizada…
Más tarde, ese mismo día, llegaron las ametralladoras. Nos habían alojado en los desvanes laberínticos de una vieja casa de campo, bajo techos inclinados y entre enormes montones de avena. Entonces fue cuando llegaron los camiones con cajas de municiones y pesados cajones con las armas dentro. No había muchas, ni siquiera suficientes, pero en esos largos cajones, estrechos como ataúdes y pesados como la sorprendente inercia de maquinaria muerta, pensé, mientras sudábamos subiendo las escaleras de caracol con ellos, que dentro se encontraban las frías formas metálicas, sin brillo y en una oscuridad aceitosa que nos darían la fuerza para la guerra.
Pero antes de que pudiéramos abrir los cajones y ver qué tipo de arma nos habían dado, nos reunieron a todos en el patio trasero de la casa. Toda la compañía estaba allí, ya que íbamos a tener una reunión. El comandante de nuestra compañía, pequeño, inteligente y enérgico, comenzó a hablar con su meticulosa voz. Hoy era siete de noviembre, el decimo noveno aniversario de la Revolución Rusa.
Estábamos de pie apiñados en el pequeño patio, cuidando nuestros fusiles y escuchando bajo la llovizna. Díaz, gordo y siempre con una cara de preocupación pero sonriendo, habló en el peor francés que te puedas imaginar. Pero esto no impidió que su discurso, que fue corto, simple y ferviente, transmitiera su gran sinceridad y entusiasmo cuando le aplaudimos ruidosamente. Entonces otro de los españoles habló en su lengua y uno de nosotros en inglés. Cantamos la Internacional y nos disgregamos con prisa para volver a las armas. De no haber durado la reunión veinte minutos, hubiera sido en su conjunto poco interesante por lo que se había dicho, pero la intensidad breve y prosaica, en ese lugar y en ese momento, había sido capaz de brindarnos un rayo de luz de aquellos días de hace diecinueve años, una luz que iluminaba nuestros propios días, que penetraba en el caos y en la oscuridad y que ensombrecía profundamente sus verdaderas configuraciones: así que en la confusión de seres humanos e incidentes en los que nos vimos envueltos, comprendimos los grandes acontecimientos que estaban desarrollándose, y por un momento nosotros, la materia prima de la historia, fuimos conscientes levemente de las partes que nos habían asignado...
Joe se estaba poniendo nervioso en uno de sus estados de indignación honrosa cuando entonces entró un corpulento general, con su capa y sus papeles y su sombrero de general de verdad. Causó sensación cuando dijo «Hola, chicos», en inglés con acento americano. Joe estaba encantado, como lo estábamos también todos nosotros, y le dijimos lo que pensábamos sobre las cosas, sobre las St. Etiennes y por qué teníamos que tener ametralladoras Lewis.Era un hombre de aspecto singular, grande, con una actitud despreocupada, con una cara tremendamente fuerte, ojos divertidos, voz profunda, la cara como una roca; un hombre que exhalaba poder y fiabilidad. Pensé que era un tipo excelente, el primer general con el que me había cruzado que parecía como un general debe ser.
Estaba de acuerdo sobre lo de las St. Etiennes, y se burló de nosotros cuando nos quejamos de que la culpa era de nuestro gobierno. Pero dijo que si había algunas Lewis, las encontraría y se haría cargo de ellas. Todos le miramos complacidos, y dijo: «No os estoy prometiendo nada, sólo que si las hay por ahí deberíais tenerlas mañana». Y se fue, dejando una impresión tremenda.
–¿Quién es? le pregunté a Richter, que había estado escuchando la charla en inglés con un aire de complicidad.
–Es Kléber, dijo haciéndose el importante.No habíamos oído muchas cosas sobre él entonces. Era el comandante de toda la brigada, nadie sabía su nacionalidad o de dónde venía: sólo había rumores e historias, y una sensación de que haría grandes hazañas.
–Bien, dije. Me parece que es un buen tipo. Parece el mejor general que he visto.Y todos estuvieron de acuerdo pero hubo una especie de escepticismo sobre las ametralladoras Lewis.
Después de haber probado las St. Etienne, me tumbé sobre la avena y dormité durante media hora. A las dos nos dieron la orden de formar filas. Se hicieron los petates, se distribuyeron las cajas de munición y se desmontaron las armas. Como soy corpulento, tuve el honor de llevar el cuerpo central de una de las St. Etienne, que pesaba unos 50 kilos.
Salimos a la carretera y formamos filas. La lluvia y el viento habían parado, y la noche, aunque fría, era agradable. Había mucha actividad en la oscuridad, un crujido interminable de pies en marcha y zumbidos de camiones y coches blindados: en la carretera se alinearon filas de cañones de campaña y tractores. Y de alguna manera en ese instante, sin que nadie hubiera dicho nada, sabíamos que algo estaba empezando, estábamos emprendiendo una gran hazaña. Los primeros batallones de la Columna Internacional ya estaban preparados, reunidos juntos, y de camino al frente de Madrid.
No estuvimos mucho tiempo en el tren, unos veinte minutos, durante los cuales nos sentamos inclinados hacia adelante en nuestros asientos, tensos, expectantes, hasta que hubo un traqueteo estrepitoso de agujas y una súbita reverberación hueca que nos anunció que estábamos en una gran estación, Madrid. Había muchos trenes estacionados, sin luces, una atmósfera tensa y secreta extrañamente que no parecía mantener el aire familiar de la arquitectura de la estación.
A medida que cada sección iba bajando, formaba filas y marchaba. Ya estábamos consiguiendo ser capaces de hacer esto con una eficiencia automática. Fuera de la estación apilamos las armas y esperamos. Caía una suave llovizna. Al cabo de un rato, el cielo se volvió ligeramente gris. La tensión y la sensación de anticipación habían desaparecido. Estábamos muy cansados; era el tercer amanecer sucesivo que habíamos visto después de una noche agotadora y con sólo unas pocas horas de sueño o ninguna del todo.
4. Diario del Batallón Dombrowski
En el archivo ruso RGASPI se encuentran algunas hojas del Diario de este batallón que reflejan los movimientos del mismo desde su salida de Albacete hasta su llegada a Madrid. El documento, en polaco, se presenta con la traducción de los elementos esenciales.
Comisión histórica de la AABI
[1] Como ya observamos este es otro error de Sommerfield. La brigada Thaelmann… y posiblemente se refiere al batallón Edgar Andre
[2] Hans Eisler, compositor alemán